La canalla fundamentalista que
intenta, arteramente, debelarnos después de haberles abierto
incauta y estúpidamente la puerta de nuestro hogar, olvida
que en aquellos añorados tiempos dorados, de apogeo de los
califatos abasida y omeya, a la par que fuerte el Islam era
en líneas generales tolerante.
Axioma a tener en cuenta, porque el fanatismo y la
intolerancia anidan en un complejo de inferioridad
enmascarado tras la careta de la fuerza.
Bagdad y Córdoba, capitales de la cultura, eran focos donde
convivían el santón y el guerrero, el ‘fellah’ y el
artesano, el cortesano y el libertino. Poetas y pensadores
reivindicaban, simplemente, la vida: “Piensa y mira
libremente el cielo y la tierra”, cantaba el iraní Omar
Khayyam (1038-1124) en sus ‘Rubbayyat’.
La intelectualidad musulmana reivindicaba, con viveza, la
placentera lujuria y el derecho a disponer libremente de
cuerpo y espíritu, siendo recitadas incluso en las mezquitas
mecanas y de Medina las lúdicas odas al amor de Omar Ibn Abi
Rabia. ¿Dónde ha quedado aquél Islam del diálogo y la
tolerancia…?; ¿ese Islam que debatía sin tapujos sobre
cualquier materia, mientras la “Casa de la Sabiduría” de
Bagdad o la inmensa biblioteca de Córdoba facilitaban
abiertamente y sin restricciones el tesoro del conocimiento
de las culturas persa y grecorromana?
Arrumbados en el pasado, cubiertos por la mugre del dogma y
la saburra, quedaron espíritus que quizás llegue el momento
de rescatar de las brumas del olvido. Claro que no toda era
un camino de rosas: el místico Al Hallaj (857-922), que
criticó la devoción ritualizada y superficial típica de la
mayoría de los musulmanes trascendiendo los aspectos
formales de la religión y llegó a escribir “La vinculación a
Dios debería quitar la imagen de la Kaaba de nuestros
espíritus”, era decapitado en Bagdad a principios del año
820 de la Era Común.
Uno de mis autores preferidos (además del murciano Ibn
Arabí, cuyas obras no se les ocurra llevarlas si van de
peregrinaje a dar siete vueltas a La Kaaba, pues están
¡prohibidas! en La Meca de la intolerancia, Arabia Saudí) es
Ibn Riwandi, destacado teólogo del mutazilismo, por no
hablar del hispanoandalusí Ibn Rochd (1126-1198) más
conocido en Occidente como Averroes y muchas de cuyas obras
fueron transmitidas a la posteridad gracias al hebreo y el
latín, pues los originales en árabe fueron quemados por los
fanáticos almohades.
Ibn Roch consideraba que no podía existir contradicción
entre la ley divina y el espíritu racional. Otro destacado
intelectual a repescar es el sirio Aboulá Al Maari
(973-1057), pensador escéptico y revisionista autor de un
conocido poema: “Corán, Torah, Evangelios… A cada generación
sus mensajes”.
Después de citar tan solo al libertino cordobés Ibn Hazm y
su clásico y sugerente “El Collar de la Paloma”, del que
algún día me ocuparé, concluiré estas líneas con el atrevido
poeta Abou Nawas (747-815) y su reivindicación -para
escándalo de muchos- del amor homosexual: “He abandonado las
chicas por los muchachos y dejado el agua clara por el vino
viejo. Lejos del camino recto, he tomado sin remilgos este
del pecado, pues yo lo prefiero”.
Me pregunto si todos estos autores podrían escribir hoy, en
libertad, estas opiniones en el seno de la mayoría de los
países y las sociedades musulmanas…
|