Hacía seis días que había arribado
yo a la ciudad cuando se desató un fuego que acabó en
tragedia. Supe del siniestro mientras conversaba en el bar
del hotel La Muralla con un grupo de profesionales de la
escopeta que había llegado a Ceuta para competir en las
instalaciones donde se tira al pichón.
Los tiradores estaban allí porque el concurso se había
suspendido. Ya que ardía una zona del monte cercana al lugar
donde estaba previsto celebrar el campeonato. Reinaba el
desconcierto a medida que llegaban noticias alarmantes.
Eduardo Hernández, siempre tan dado a empaparse de
cuanto ocurriera en la ciudad, nos iba dando su versión de
ese incendio que había comenzado durante las primeras horas
de la mañana. El fuego contaba, además, con un aliado que
metía el miedo en el cuerpo a los técnicos: un viento de
poniente racheado que jugaba con las llamas a su antojo.
Yo no sé cómo se las apañaba EH para que lo fueran poniendo
al tanto de lo que estaba aconteciendo a varios kilómetros,
pero fue él quien nos dio la terrible noticia: ha habido un
accidente y ha muerto un soldado y otro está gravemente
herido.
El muerto era Antonio Güeto y Sergio Pérez, el
herido. El coche cisterna en el cual iban, debido a las
dificultades que el humo creaba para circular, volcó
aparatosamente y el mediodía veraniego quedó marcado para
siempre en la historia de los siniestros de Ceuta.
A mí me deprimen los muertos, no lo puedo evitar; y ese
malestar me dura su tiempo. De ahí que me acuerde de casi
todo lo que hice aquel día, 24 de julio de 1982. Una vez
terminada la comida entre contertulios del rincón, me
refugié en mi domicilio. Puesto que al día siguiente tenía
que trabajar duramente.
Sin embargo, la mañana del domingo fue terrible: vi a los
padres del soldado Güeto que habían venido para llevarse el
cuerpo de su hijo a Onteniente. De lo acontecido aquel
domingo creo que escribí en algún sitio.
Veinticinco años después, ¡cuántas cosas han pasado!, se les
ha concedido a aquellos soldados la Medalla de Plata de la
Ciudad. Nunca es tarde... Pero conviene resaltar la pereza
que ha existido entre quienes han tenido durante un cuarto
de siglo la posibilidad de haber hecho realidad, mucho
antes, lo que estaba pidiendo a gritos la memoria de Antonio
Güeto.
De entre las fotografías que se han publicado relacionadas
con el acto, me quedo con una en la cual aparece Sergio
Pérez del Valle, herido entonces y lleno de secuelas
dolorosas, llorando ante el monolito dedicado a su amigo.
Veinticinco años después de aquel incendio, y aunque la
niebla densa del dolor apostada en los ojos de Sergio Pérez
le haya quitado visibilidad, me imagino que no le habrá
impedido darse cuenta de lo distinta que es la Ceuta actual
a la que él vivió entonces.
Veinticinco años después, yo sigo también acordándome de
Eduardo Hernández. De cómo era capaz de mantener viva y
coleando una tertulia donde nadie se sentía extraño si era
capaz de aportar conversación y buenos modales. En el Rincón
de la Muralla se hablaba de todo; y todos los contertulios
sabían que había unas normas que debían cumplirse. ¡Qué
tiempos!...: Me parece estar viendo a Ricardo Muñoz,
siempre vestido de punta en blanco, convencido de que ser
alcalde de su pueblo era como tocar el cielo con las manos.
Como verás, Ricardo, y aunque sea aprovechando el homenaje
que se le ha dispensado a dos soldados que te hicieron
derramar lágrimas, aquel 24 de julio, de 1982, aún me
acuerdo de ti. Y mira que hemos mantenido nuestras
diferencias. Tan absurdas, amigo, como las prisas y las
ínfulas que nos van minando.
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