Como era previsible, los
islamistas turcos del AKP (Partido de la Justicia y el
Desarrollo) liderados por el primer ministro Erdogan ganaron
las elecciones del pasado domingo con una amplia mayoría del
46, 8% de los votos, doce puntos más de los obtenidos en
2002, pudiendo con 342 diputados (de los 550 que componen la
Cámara) gobernar cómodamente en solitario; muy por detrás,
los kemalistas del Partido Republicano del Pueblo (CHP,
20,7%) y el Partido Nacionalista del Pueblo (14,3%). Uno de
los retos del nuevo gobierno será regular en las
instituciones públicas el uso del “hiyab” o pañuelo
islámico, usado por un 62% de las mujeres turcas de forma
regular, así como otras medidas de “islamización” social que
no dejarán de tener respuesta por el conjunto de la
población fiel al peculiar y sosegado laicismo de la
República de Turquía. ¿Repercusiones a nivel internacional?.
Pues varias: la primera el “efecto contagio” que ejercerá en
otros países, particularmente en Marruecos donde su homólogo
(en siglas) PJD se perfila como caballo ganador para las
elecciones del 7 de septiembre, si bien la selección de
candidatos está mostrando algunas fisuras internas.
Pero es en el seno de la emigración donde las consecuencias
de la victoria del AKP pueden ser más llamativas, siendo
Europa (con la República Federal Alemana en cabeza) el
continente que acoge a 4 de un total de, al menos, 5
millones de turcos en el exterior, de los que medio millón
está nacionalizado alemán. Desde hace años, la comunidad
turca en Alemania está presentando serias resistencias a los
intentos de integración por parte del país de acogida. Así,
el 12 de julio varias asociaciones turcas rehusaron
participar en una “cumbre” para abordar el conjunto del
problema organizada por la Cancillería alemana, criticando
abiertamente las medidas en materia de inmigración adoptadas
en los últimos años por las autoridades federales, como la
adopción por el Tribunal Constitucional alemán de prohibir
por ley el “pasaporte doble”, retirando el documento a quien
habiendo adquirido la nacionalidad alemana solicitara la de
otro país (¿a qué estamos esperando en España…?) o los
requisitos de la nueva ley de reagrupamiento familiar,
calificada de “racista” (el discurso de siempre) por no ser
aplicable a ciudadanos occidentales, de Estados Unidos y
Canadá. Medidas que fueron ácidamente criticadas, con escaso
talante diplomático, por el embajador en Alemania Mehmet (Mohamed)
Alí Irtemceliks al periódico turco “Huriyet”. Por su parte y
como señalaba no hace muchos días, cargada de razón, la
ministra de Integración María Böhmer, “Las asociaciones
turcas están empeñando su propio crédito”. Kenan Kolat,
presidente de la Federación Turca de Inmigrantes, ha
advertido que de no retirar estas leyes el colectivo turco
no podrá evitar un estallido de violencia similar a la que
azotó Francia perpetrada por jóvenes de orígen magrebí. Digo
yo: ¿aprenderá Europa alguna vez?.
Otro aspecto preocupante es la creciente islamización (y no
me refiero a las prácticas de fe “normales”) de la
emigración turca: un 7% (sobre 300.000 personas) admite ser
“muy religioso”, expresión políticamente correcta que apunta
lo evidente. Un significativo detalle: el 60% de los
emigrantes rehúsan casarse con mujeres alemanas, de hecho
los matrimonios mixtos son escasos, mientras asociaciones
juveniles encuadran a la juventud adoctrinándola en
campamentos al modo de los regímenes totalitarios. De entre
las asociaciones más importantes (junto a la Unión
Turco-Islámica, DITIB, con patrocinio oficial y 150.000
afiliados o la kemalista Unión de Centros de Cultura Turcos,
VIKZ, conservadora y laicista, con solo 20.000 miembros),
destaca la fundamentalista Comunidad Islámica Mili Görus (IGMG),
que pese a tener solo 30.000 miembros en activo controla 500
mezquitas repartidas en suelo alemán. Según fuentes
policiales, sobre 30.000 emigrantes turcos tendrían
vinculaciones con entornos islamistas radicales. ¿A qué tipo
de gente le estamos abriendo las puertas de Europa?.
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