La semana pasada, y debido al
hundimiento del “Don Pedro” en aguas ibicencas, recordaba yo
cómo mucha gente gustaba de pasearse en pelota por ciertas
playas de las Islas Pitiusas. Concretamente en la de Ses
Salinas: un paraíso donde ponerse en cuero era la mejor
manera de poder mimetizarse con él. Sin embargo, y dado que
en 1971 estaba penado deambular desvestido por costas y
dunas, las autoridades y los jueces tuvieron que hacer
verdaderos malabares para cumplir con la ley y de paso no
ahuyentar el turismo.
De modo que los guardias iban al lugar de los hechos, cuando
lo creían conveniente, y tras detener a quienes les cogía
más a mano, los llevaban a los juzgados, sitos en la calle
Juan de Austria, donde eran multados y se les permitía
volver a las andadas en cuanto abonaban lo estipulado.
Acostumbrado a estas decisiones, llenas de sentido común en
una España que trataba ya por todos los medios de quitarse
de encima la obsesión sexual -a fuerza de castidad aparente,
aunque teniendo embotada la mente de una orgía sexual sin
solución de continuidad-, no pude por menos que alarmarme
cuando leí que un juez había mandado detener a dos
muchachas. A una por ir en top less; y a otra por imitar a
la Eva más radiante del Paraíso terrenal.
El atropello se produjo en una playa del litoral gaditano,
muy cerca de Chiclana de la Frontera, en 1989, cuando
Fernando Ferrín Calamita ejercía como juez en esa
localidad. Dicen que iba su señoría en chándal por las dunas
de la costa atlántica, cuando se topó con las dos alegrías
de la huerta. Dos chicas que debieron dañar gravemente sus
ideales opudeístas y consiguieron sacarle de sus casillas.
Así, rugiendo de cólera, Fernando Ferrín las conminó a
vestirse porque la desnudez de ambas lo ofendían como
ciudadano y como juez. Pero hete aquí que el inquisidor,
atiborrado de lecturas para conseguir el cielo, se encontró
con lo que no esperaba: con dos mujeres dispuestas a
defender sus derechos. Porque sabían que el gobernador civil
había autorizado el top less.
Las chicas fueron detenidas y pasaron tres días en un
calabozo. Eso sí, fueron absueltas del delito de escándalo
por otro juez. Si bien nadie les pudo evitar el daño que les
había causado un señor que parece anteponer a la hora de
juzgar sus creencias religiosas y sus valores morales, a los
dictados de las leyes.
De aquel hecho, que tanta resonancia tuvo, han transcurrido
18 años. Y el citado juez, ahora afincado en tierras
murcianas, ha vuelto a dar pruebas evidentes de que todo lo
que sea apartarse de lo que ordena la Biblia o José María
Escrivá de Balaguer, en Camino, debe ser
repudiado. Tal es así que le niega la custodia de su hija a
una mujer por el mero hecho de haber sido adultera con otra
mujer; no por el adulterio en sí.
No osaría yo meterme, bajo ningún concepto, a analizar la
fundamentación de la sentencia. Hasta ahí no llega mi
osadía. Pero no acabo de entender que el juez diga que le
cedería la custodia de sus hijas a la mujer si ésta deja a
su pareja. Con lo cual le está ordenando que le haga caso a
su forma de pensar como ciudadano, olvidándose de que él,
como juez, está sometido a unas reglas de juego que están
estipuladas en la Constitución.
En suma: que la señora de Murcia, podrá disfrutar de sus
hijas siempre y cuando no viva con su pareja actual. Ya que
esa convivencia, de acuerdo a lo sentenciado por el
magistrado, dañará el crecimiento normal de las niñas. O
sea, que regresamos a los tiempos de Maricastaña: la
homosexualidad es una aberración que quizá ofende como
ciudadano y como juez a un señor de Murcia que en cuanto se
sale de la postura del misionero se sobrecoge y se flagela.
Creo que necesita atención psicológica.
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