Me llamó un amigo, días atrás,
para decirme que quería invitarme a ver el Sevilla-Madrid de
la Supercopa de España, que se jugará el día 11 de agosto.
Lo cual más que extrañeza me produjo incredulidad. Puesto
que mi amigo es hincha del Barcelona y airea a cada paso que
él nunca iría al Sánchez Pizjuán para presenciar un partido
entre sevillistas y madridistas. Ni ese, ni ningún otro: y
es así, porque él, además de ser azulgrana de corazón tiene
al Betis como equipo suplente compartiendo sitio en ese
músculo vital.
La invitación, además de inocularme incredulidad, me dejó
mosqueado. Es decir, con esa clase de recelo que suele
causar el que alguien, de pronto, sea capaz de mostrarse tan
generoso aun a costa de poner en entredicho cuanto ha venido
proclamando de manera jactanciosa. Por lo tanto, lo primero
que hice es darle las gracias y luego, deprisa y corriendo,
responderle que me permitiera pensar unos días si aceptaba o
no lo que yo atisbaba como un regalo envenenado.
Y, claro, poco después, tras cavilar al respecto, caí en la
cuenta de lo que yo le había dicho a un amigo común: durante
dos o tres meses voy a procurar no ser del Madrid, que ya me
cuesta lo indecible mantener firme mi propósito, en señal de
protesta por los muchos errores que viene cometiendo en
contra siempre de quienes triunfan y protegiendo a los que
fallan lamentablemente.
Puede valer como ejemplo lo ocurrido con Capello y
Michel. Uno consigue un título y lo despiden por la
puerta de atrás; mientras al otro, que llegó al cargo con
ínfulas de técnico sabio y bendecido por todos los medios
capitalinos, lo premian con su continuidad al frente de la
llamada fábrica de jugadores, a pesar de que el
Madrid-Castilla descendiera.
Debe de ser, tampoco uno quiere darlo como cierto, para
obtener réditos del palmito que luce Michel y, cómo no, del
derroche de elegancia que hace en los banquillos. Porque de
no ser por ello, trabajo me cuesta entender las razones que
ha tenido la directiva para ser tan magnánima con él.
Pues bien, se ve que el amigo a quien puse al tanto de mis
cuitas, como madridista fetén, se lo contó al otro amigo de
ambos. Y éste, sin dudarlo, decidió ponerme a prueba
pasándome por la cara las entradas de ese encuentro que ya
se anuncia con vitola de sensacional, entre un Sevilla ya
mundialmente famoso y un Madrid donde los estetas se frotan
las manos de gusto pensando que con Schuster
disfrutarán más que viendo una compañía de ballet donde
hasta los sudores de los participantes les valen para
inhalar olores singulares.
Debo reconocer que la carne es débil y que mi acendrado
madridismo me hizo perder los papeles. Y decidí darle a mi
amigo el visto bueno: iré al Sánchez Pizjuán y sea lo que
Dios quiera. Y hasta mí llegó el suspiro de satisfacción de
quien había conseguido envolverme en sus redes sin
importarle perder a cambio ese insistente ufanarse de no
haber pisado nunca el recinto perteneciente a los de la
calle Harina.
Y cuando mi amigo estaba todo contento y aireando que me
había dado coba y que si bla, bla, bla..., me llegó la
oportunidad inesperada pero a su vez repleta de fuerza para
poder contraatacar diciéndole que se metiera las entradas
por salva sea la parte. Que yo viajaría a El Puerto de Santa
María para ver torear a José Tomás, el día 12 de
agosto, pero que al Sánchez Pizjuán no iba ni conducido por
la policía. Mi amigo, que ha vivido mucho fútbol a mi lado,
me dijo que él esperaba mi reacción en cuanto comprobó de
qué manera se ha vendido el fichaje del portero Dudek.
Una vergüenza en todos los sentidos. Y una muestra de
catetez supina. El Madrid sigue desnortado.
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