Tal fue la fórmula de compromiso
que, hace unos diecisiete años, me confió el doctor Moshé
Edery, curioso e ilustrado personaje a la sazón delegado del
“Keren Kayemet L´Israel” (una especie de ICONA) en España y
con el que tuvo el gusto de colaborar estrechamente. Las
tres grandes religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo
e islam) aducen argumentos -prácticamente irrefutables para
sus fieles- a favor de la verdad de su causa. Edery
argumentaba que, en todo caso y partiendo de la
irrenunciable unicidad de Dios, las religiones y los
profetas serían los caminos hollados por los diferentes
pueblos, en función de sus coordenadas espacio-temporales,
en su relación con el Único Dios. Tolerante actitud que
choca con el tajante exabrupto teológico, cargado de
soberbia, con el que la Congregación para la Doctrina de la
Fe, organismo espiritualmente heredero de la tenebrosa y
criminal Inquisición, se despachaba en un documento de 16
páginas -rubricado por Benedicto XVI- el martes 10: “La
Iglesia Católica, Apostólica y Romana es la única Iglesia de
Jesucristo”. Un insulto para ortodoxos, protestantes y
coptos y un paso más atrás. Al hilo de lo expuesto y
revisando esta madrugada el estado de la biblioteca en mi
“yebala” del norte, me topo en un rincón del escritorio con
la preciosa “Parábola del Anillo” (en “Natán El Sabio”, acto
3º, escena 7º), obra del escritor Gotthold Ephraim Lessing
(1729-1781) y su elocuente mensaje religioso: “Ninguno de
vuestros anillos es auténtico”. Tomen nota fieles de uno u
otro signo, seguidores de Moisés, Jesús o Mahoma. Escribió
Lessing: “Y así, de heredero en heredero, llegó el anillo
finalmente al padre de tres hijos, todos los tres igualmente
obedientes y por ello los tres con el mismo amor amados.
Sólo de vez en cuando le parecía ser ya uno o el otro, o ya
el tercero -cuando se hallaba a solas con uno de ellos y los
otros dos no dividían su amante corazón- más digno del
anillo que, por piadosa debilidad, había prometido por
separado a todos ellos. Así marcharon las cosas, mientras
fue posible. Pero se acercaba la muerte y el bondadoso padre
se sintió indeciso. Le dolía causar tal daño a dos de sus
hijos, confiados en su promesa. ¿Qué hacer?. Envió en
secreto el anillo a un artífice, con encargo de no escatimar
gastos ni esfuerzos para hacer otros dos absolutamente
iguales. Así lo hizo el artífice, con tal primor que cuando
llevó los anillos ni siquiera el padre pudo distinguirlos.
Contento y feliz llamó a los hijos y separadamente entregó a
cada uno con su bendición su anillo. Y murió. Ocurrió
después lo que era inevitable. Apenas muerto el padre, cada
hijo presentó su anillo y cada uno quiso ser dueño de la
casa. Pruebas, reclamaciones, pleitos…, de nada sirvieron:
fue imposible distinguir el anillo verdadero. – Casi tan
imposible como distinguir nosotros la verdadera fe”.
El siglo XXI alumbró una era difícil y complicada en la que,
amparándose en la real amenaza que presenta el terrorismo
global, el Estado se refuerza con rasgos autocráticos
insuflando en sus arterias de seguridad los gérmenes del
“Gran Hermano” orwelliano. Sagraces tiempos. Y las grandes
religiones, cada una a su modo y como siempre, agitando los
espíritus y removiendo los tizones de la hoguera. Si, como
dice la Biblia, el ser humano ha sido hecho a imagen y
semejanza de Dios… Dios no queda precisamente en buen lugar.
¡Pobre Dios!. Las mayores matanzas de la historia se han
hecho -y se siguen perpetrando- en su nombre. Sin
distinciones de civiles o combatientes, soldados, mujeres o
niños. Sin complejos: “Matadlos a todos, que Dios ya
escogerá a los suyos”.
|