Creo que nos deberíamos preguntar si nos encontramos en una
nación que está integrada en la CE y participa del
liberalismo reinante en los paises que nos rodean o si, por
el contrario, estamos entrando en este tipo de democracia
nominal donde el Estado se convierte en una especie de Gran
Hermano, vigilante y opresivo, que bajo pretexto de
preservar utópicas libertades y salvaguardar a los
ciudadanos de sus posibles errores, se constituye en el
vigilante y censor de sus actos. La muestra de que los
socialistas que nos gobiernan se están inclinando por esta
segunda alternativa la tenemos en el comportamiento de
algunos de nuestros ministros que, al parecer, consideran
que los ciudadanos necesitan que alguien les indique el buen
camino que deben seguir y, para ello, no dudan en intentar
restringir cuando les conviene los derechos individuales de
las personas. Una muestra la tenemos en las dificultades que
los padres tienen para poder educar a sus hijos de acuerdo
con sus propios principios morales y éticos, derecho que,
por otra parte les concede la vigente Constitución. El
folleto Educación para la Ciudadanía convertido, por
voluntad de la ministra Cabrera, en asignatura obligatoria,
sin que se pueda pasar curso, según su discutible criterio,
si no se aprueba; es un ejemplo palpable del afan de
intromisión y adoctrinamiento de tipo totalitario que
intenta llevar a cabo el Gobierno invadiendo el terreno
propio del entorno familiar.
No parece que, si nos atenemos a las actuaciones del
Ejecutivo, vayamos a tener más suerte en lo que se relaciona
con esta nueva ley del Cine. Todos sabemos los resultados
nefastos de las ingerencias del estado en la economía
particular de los ciudadanos y, la experiencia nos ha
demostrado fehacientemente, en el caso de los países
socialistas del Este, (entre ellos la extinta Unión
Soviética), el grado de pobreza y falta de rendimiento
generado por el dirigismo de la maquinaria estatal en las
industrias colectivizadas de dichas potencias. Un
presupuesto militar desmesurado y la falta de estímulo para
incrementar el rendimiento de los trabajadores, las condenó
al ostracismo y la miseria; mientras, fuera de sus
fronteras, podían observar la riqueza, desarrollo y el alto
nivel de vida del que gozaban los ciudadanos de los países
de occidente. Todo ello acabó, como era previsible que
sucediera: en que, un buen día, se desmoronó el muro y las
aguas de la libertad se esparcieron por doquier, haciendo
que se deshinchara el globo de la propaganda comunista.
Pretender, como parece que intenta el gobierno –muy
posiblemente empujado por los de siempre, estos progres de
la farándula incapaces de hacer que, por sus propios
méritos, los espectadores acudan a sus espectáculos –,
satisfaga sus aspiraciones de que se prime su mediocridad a
base de cuotas obligatorias de proyecciones de películas
españolas, impuestas por ley a los empresarios del ramo; es
tanto como desproveer a un domador del látigo que le protege
del ataque de las fieras, o sea, suicida. Un empresario
privado debe tener la facultad de programar su negocio de la
forma que estime que le puede dar más rentabilidad, teniendo
en cuenta que su actividad comercial está sujeta a la ley de
la oferta y la demanda y, en consecuencia, debe ofrecer a
sus clientes lo que cree que les atraerá más, lo que hará
que la gente acuda a su establecimiento en lugar de ir a
otro de la competencia. Si la larga e inquisidora mano de la
Administración le priva de este derecho, es lo mismo que
condenarle a la ruina a menos, y aquí está el quid de la
cuestión, que se le compense por el perjuicio que dicha
cuota le pueda causar en sus ingresos. Tema peliagudo, si se
tiene en cuenta que esto supone evaluar una serie de
variables económicas que, no sólo dependen del empresario,
sino del éxito del resto de películas que pudiere proyectar.
En cualquier caso, sería subvencionar, con el dinero de
nuestros impuestos, a una actividad privada sin ninguna
garantía de que estos dineros se invirtieran en películas de
calidad hechas con actores capaces. Aquí ya entramos en la
picaresca de los productores, los directores, los guionistas
y los intérpretes para chupar alegremente de la ubre del
Estado, precindiendo de lo que, en realidad, demanda la
audiencia.
Y es que, entre nuestra pléyade de actores, son muy pocos
los que descuellan por su preparación, méritos y éxito; y
estos, precisamente, son los que no precisan de ayuda
alguna. Lo mismo podríamos decir de los directores y
productores. Al parecer se trata de seguir produciendo
películas con guiones que nos recuerdan a la época del
neorealismo italiano, sólo que aquí no tenemos a un Vittorio
de Sica, con su arte y finura o a un Trouffaut o Chabrol de
la nuvelle vague. Nuestro cine es de sal gorda, de
horterada, amoral y de carnes, muchas carnes. No importa el
argumento, lo que conviene es crear morbo y si para ello
hace falta hacer una ensalada de homosexualidad,
lesbianismo, y sexo duro… pues se hace, y mejor si se
sastiriza a la iglesia, porque en nuestro país y para los
pogres esto es arte. Nada de actores como Hugo Tognazzi (La
jaula de las locas o La Grande Bouffe) capaces de tocar
temas delicados sin caer en lo grotesco o pornográfico; no,
señores, se trata, como ya nos tienen acostumbrados los que
nos gobiernan, de favorecer el clientelismo de aquellos que
luego les apoyan en los mítines y en las manifestaciones
callejeras, pero, eso sí, a costa de nuestras carteras. ¡Ah!
Y no se les ocurra protestar, porque entonces les llamarán:
“fascistas”
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