Al cumplirse el décimo aniversario del asesinato, vil y
cobarde, de Miguel Ángel Blanco parece que el espíritu
surgido en aquel entonces para hacer frente a los asesinos y
a quienes les apoyan, les amparan y les jalean, EL ESPÍRITU
DE ERMUA, está desvaneciéndose del conjunto de la sociedad
española que fue su origen y su sostén.
Buena prueba de ello es que un autobús del Foro de Ermua ha
recorrido diversas ciudades españolas para honrar su memoria
y que, tanto su muerte como la unidad frente al terrorismo
que llenó las calles y plazas de España tras su asesinato,
no caigan en el olvido.
Un olvido que es fomentado, con la demagogia a la que ya nos
tiene acostumbrados, con una carencia total de ética y con
la más absoluta indecencia, por este Gobierno que es el
primer interesado en enterrar los sentimientos y las
convicciones de todos los ciudadanos de bien.
Un olvido que es justificado y alimentado por muchos medios
de comunicación y periodistas apesebrados; titiriteros del
“NO A LA GUERRA” y activistas del “NUNCA MAIS”;
intelectuales adalides de la defensa de los derechos humanos
en Guantánamo, pero no en el resto de Cuba, y por toda una
caterva de politicastros y adláteres que serían capaces de
vender a su propia madre con tal de mantener su poder y sus
prebendas. Todos ellos apoyados por una parte de la sociedad
que empieza a estar enferma, muy enferma, porque la ausencia
de valores morales y democráticos es una enfermedad grave y
de muy difícil cura. Y quienes se rinden ante los
terroristas, aunque eufemísticamente lo llamen “proceso de
paz”, no tienen la talla política, ni moral ni humana para
liderar una sociedad moderna y democrática. Quizás por eso
pretendan ahora adoctrinarnos con la “Educación para la
Ciudadanía”, como si nosotros, la gente de a pie, no
fuésemos ya ciudadanos de pleno derecho.
Poco más de dos años antes de asesinar a Miguel Ángel, y de
igual forma canallesca, los terroristas de ETA asesinaron a
Gregorio Ordóñez. Un hombre de un coraje excepcional y un
político que no tenía pelos en la lengua a la hora de llamar
al pan “pan” y al vino “vino”. Quizás por eso mismo
conectaba con la gente y también quizás por eso mismo lo
mataron.
A mí me gustaría poder expresarme como lo hacía él, con
sencillez y con valentía, con claridad y con convicción y
con la fuerza que dan la honradez y la sinceridad,
defendiendo noble y firmemente aquello en lo que creía y que
era lo mismo en lo que creían quienes le eligieron para que
los representase. Creo que Gregorio hubiese sido muy capaz
de plasmar en pocas palabras, tal vez en una sola frase, el
momento que estamos viviendo.
Ya es hora de que, todos, empecemos a llamar a cada cosa por
su nombre, sin tibiezas, sin temor a la dictadura de lo
“políticamente correcto”. Si queremos recuperar el Espíritu
de Ermua y que la muerte de Miguel Ángel, y de tantos otros,
no haya sido en vano, es hora de que todos los españoles
bien nacidos, independientemente de ideologías y creencias
personales, empecemos a ser Gregorio Ordóñez.
Entonces, y sólo entonces, Miguel Ángel y Gregorio, junto
con todas las demás víctimas del terrorismo, podrán
descansar en paz.
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