La espiral de violencia doméstica
se dispara. Y uno tiene que seguir escribiendo sobre esta
lacra social, porque es una cuestión en la que debemos
avivar su carácter general. La convivencia es una vivencia
en sociedad, en familia. Por ello, convivir con esta guerra
es el mayor absurdo cultural de un pueblo, puesto que es
como volverse ciego. Permanecer sordo a esta visión tiene
pocas luces éticas y ninguna moral. Puede que los auxilios
jurídicos-sociales-protectores lleguen tarde o a destiempo.
Es de justicia que la seguridad de toda persona humana se
garantice. De todas maneras, no piensen que sólo bajo una
asistencia rápida y eficaz se soluciona el conflicto de
género. Está bien comunicar de inmediato a la víctima los
derechos legales que le asisten, y las Instituciones deben
actuar con diligencia en este sentido, pero hay que
profundizar en el problema para atajarlo. Más vale prevenir
que lamentar. Nuestro país no ha podido sustraerse ni a la
globalización y, por ende, tampoco al fenómeno mundial de la
violencia, cuya raíz está en la falta de ética y en la
deficiencia moral que vive la especie humana en el mundo.
Atajar esta funesta guerra de género depende de todos y de
cada uno de nosotros. No puede haber un silencio cómplice si
sabemos que alguno de nuestros vecinos sufre maltrato.
Habría que desterrar algunos dichos y poner en práctica la
solidaridad. En cosas de matrimonios es mejor no meterse,
cuando las cosas funcionan humanamente. Pero cuando el
salvajismo se apodera de los débiles, no podemos ni debemos
permanecer pasivos. La violencia doméstica no es un mero
asunto de familia, y como tal requiere nuestra ayuda. Es
hora de que tengamos tiempo para expresar nuestra cercanía
de buena vecindad con las familias desunidas y rotas, cuyos
miembros sufren con frecuencia la falta de confianza y
apoyo. El Estado no puede estar en todas partes.
Sin embargo, el Estado si debe educar en la no violencia.
Por desgracia, no prolifera un lenguaje de paz. En
ocasiones, todo se reduce a fuerza de clases, a lucha de
grupos. Las barreras sociales, el menosprecio, son
expresiones que están a la orden del día. Habría que
corregir estos desajustes de convivencia. La misma sociedad
anda ausente en cuanto a gestos de paz auténtica. Bajo esta
atmósfera sin sentido, resulta bastante difícil encauzar el
sosiego hogareño. Si, además, no existe una educación en
valores, apaga y vámonos. Desde luego, para superar esta
guerra de género han de confluir menos intereses y más
lealtades, sobre todo con la verdad.
Una verdad que pasa por recuperar el valor de la familia, la
autenticidad del matrimonio como espacio para el amor.
También, como ya dije, es fundamental una mayor conciencia y
reacción de toda la sociedad ante el problema de la
violencia doméstica. En todo caso, defender la vida, ponerla
a salvo de los violentos, es algo que nos obliga a toda la
especie humana por pura conciencia. La vida no le pertenece
a nadie, ni es de los que matan (“la maté porque era
mía”-suele decir el animal al consumar el acto) ni de los
que dejan matar. “Los que matan a una mujer y después se
suicidan debían variar el sistema: suicidarse antes y
matarla después” –dijo Ramón Gómez de la Serna-. Buena
receta, pero mejor aún sería, ponerle a esperar la muerte a
solas con la vida.
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