Ahora nos llevamos las manos a la cabeza, nos lamentamos y
buscamos excusas y justificaciones, cuando nos damos cuenta
de que muchos de nuestros jóvenes se drogan; no estudian; se
rebelan contra sus propios padres y se mofan de sus maestros
e, incluso, les agreden; se vuelven violentos; se van a
vivir fuera de casa; no tienen modales y prefieren
haraganear que buscarse un trabajo y robar en lugar
esforzarse para ganarse la vida. Pero, a mayor abundamiento,
resulta que es España, la que fue modelo de religiosidad y
buenas costumbres, la que se lleva la palma en ese
discutible honor de ser la nación pionera en el consumo de
cocaina; una de las naciones que ocupan los últimos lugares
en rendimiento escolar y una de las que tienen más
delincuencia juvenil. Hasta el punto de que nos hemos dado
cuenta, tarde como de constumbre, de que la Ley del Menor
está desfasada y que sería conveniente que las
responsabilidades penales se pudieran exigir a partir de los
12 años y no como ahora a los 14. No se crean que esta ley
data de hace cincuenta años, no señores, fue promulgada en
el 2000 y recientemente modificada en el 2006, luego no se
puede decir que nuestros políticos no hayan tenido
oportunidades de modificarla para adaptarla a la realidad
actual.
Pero es que, como en tantas cosas de la vida, nos
encomendamos a Santa Bárbara cuando truena. No nos acordamos
o no nos queremos acordar de aquellas corrientes que
circularon hace unos veinte o veinticinco años, fruto de las
cavilaciones de sesudos especialistas en la materia, como
podían ser sociólogos, spícólogos, enseñantes progres y
partidarios acérrimos de la libertad hasta sus últimas
consecuencias; que se empeñaron en desterrar de la educación
de los niños cualquier acto de represión física o spiquica,
argumentando que un azote en el trasero o un cachete en la
mano o en la mejilla podrían desencadenar un grave trauma
psíquico en el infante. Nos recomendaron utilizar, en
cambio, la persuasión, la reflexión, las buenas maneras
(nada de gritos); vamos que debíamos aplicar con nuestros
pequeños el famoso laissez- faire francés, pero en este
caso, en vez de por parte del Estado, por parte de los
padres y los profesores del joven aprendiz. Lo que no
supieron decirnos era cómo reflexionar con un bebé de seis
meses o con un niño de un año, y cómo hacerle entender que
no agarre el cuchillo y lo lance contra la lámpara de casa o
coja la botella de colonia y se la beba, todo ello a base de
hacerle reflexionar sobre la peligrosidad del alcohol para
el desarrollo de la mente o el peligro de las armas blancas
al ser lanzadas violentamente.
Parece cosa de risa, pero así se empieza a crear un pequeño
monstruo que sabe como arreglárselas para salirse con la
suya cuando quiere. Pero no acaba aquí la cosa. Unamos a
ello pequeños y, aparentemente, inofensivos caprichos, como
pudiera ser ver la TV, primero dibujos (en la mayoría de los
cuales se prima la violencia); comprarles exceso de
juguetes; permitirles y jalearles cuando atizan a un amigo;
favorecer su espíritu competitivo en detrimento de
sentimientos como la amistad, el compañerismo, la
solidaridad etc. Más tarde, las televisiones se encargan de
saturarlos de violencia y sexo– si el niño no está formado
será difícil librarle de esta plaga–¸cada vez son más
precoces y aprenden antes todos los juegos peligrosos de la
sexualidad, sin tener la madurez de mente precisa para
valorar las consecuencias de tales experimentos. Embarazos
prematuros, bajo rendimiento en los estudios,
enfrentamientos familiares, estrés y desencanto y, fruto de
todo ello y del alejamiento que, la vida moderna, les impone
– cuando ambos progenitores trabajan –de las personas que
podrían vigilarlos más de cerca y detectar a tiempo los
síntomas; las tentaciones de las drogas, de la bebida y de
las malas compañías.
Estamos recogiendo los frutos de una educación deficiente
de nuestros menores. La permisividad excesiva, el pretender
que nuestros hijos sean más fuertes, más guapos y más
inteligentes que los otros, obligándoles a esfuerzos para
los que quizá no están dotados. La falta de un castigo a
tiempo, la laxitud en corregirles sus pequeñas desviaciones
y el pensar que, en la escuela, van a adquirir algo más que
unas nociones básicas de las materias que se imparten, es
ilusorio y utópico. En todo caso, lo que es probable que
suceda, es que aprendan a hacer diabluras, indisciplina y
vaguería. Si, señores, por desgracia este es el panorama de
una enseñanza laica, sin principios morales, materialista y
permisiva.
Las consecuencias de la desaparición de la familia unida,
que compartía vivencias y donde se respetaba la autoridad de
los padres; como célula básica de la sociedad, nos ha traído
esta situación actual, en la que los jóvenes se independizan
siendo unos niños – entendámonos, en todos los aspectos
menos en el económico, que en esto son más remisos– están
expuestos a las influencias de los placeres fáciles; las
tentaciones de las drogas y el influjo de las ideas
libertarias de los que viven fuera del sistema. Todo este
cúmulo de circunstancias nos ha llevado a un estado de cosas
en que parte de nuestra juventud sigue el camino
descarriado. No nos queda el consuelo de que el Gobierno
ponga remedio a esta situación porque, y es lamentable tener
que decirlo, es el causante directo de ella, por su política
educativa, sus ideales materialistas, sus adoctrinamientos
partidistas y su desidia en cuanto a fomentar, la ética y la
moral, como principios elementales de la educación juvenil.
Los romanos decían: “Pon obstáculos al principio. Cuando los
males se han hecho fuertes porque llevan mucho tiempo, ya es
tarde para preparar el remedio” ¡Y tenían razón!
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