Tras leer muchas opiniones sobre
el Debate del estado de la nación, debo decir que ha sido la
crónica parlamentaria de Raúl del Pozo, titulada
Lucha libre en San Jerónimo, la que mejor se ha ajustado a
lo ocurrido en el Congreso de los Diputados. Aunque he de
confesar que la prosa del veterano periodista conquense, me
predispone siempre a mirar con buenos ojos cuanto escribe. Y
es así, por algo tan sencillo como contundente: trata por
todos los medios de contarnos cosas bajo el mejor sistema
posible: el de agradar e interesar.
Lo cual consigue haciendo un periodismo literario, como no
podía ser de otra forma, donde su mayor problema consiste en
tener que domeñar las imágenes si no quiere que éstas
inunden todo el texto. De ahí que durante años, quienes le
venimos leyendo con ánimo de estudiarlo minuciosamente,
hayamos debido prestarle toda la atención del mundo a su
evolución en esa necesidad que tenía Raúl del Pozo de
equilibrar en sus escritos ese dicho de Croce: “Una
idea sin imagen es ciega y una imagen sin idea está vacía”.
Ciertamente, hablar o escribir con imágenes, o sea, “en
lenguaje figurado”, comporta no pocas dificultades y
riesgos, porque un abuso de la imagen lleva prácticamente al
descrédito de la imagen misma. En suma: los excesos nunca
son buenos y hay extraordinarios escritores de periódicos,
caso del maestro Antonio Burgos, por poner un ejemplo
de excelencia, que anda todavía siendo muy generoso con los
símiles, las comparaciones, las metáforas... Algo que Raúl
del Pozo, como ya he reseñado, ha conseguido dominar, para
bien de sus lectores; que así podemos disfrutar muchísimo de
sus columnas, crónicas y cuanto decida publicarle su
periódico: El Mundo.
Quienes lo han tratado mucho, no han dudado en resaltar que,
siendo Raúl un periodista hecho a sí mismo, cuenta con una
ventaja indiscutible: su conocimiento de la noche; de
aquellas noches madrileñas de los años sesenta, cuando
recién llegado a la capital era asiduo visitante de todos
los garitos frecuentados por flamencos, putas, chaperos,
artistas, jugadores de póquer, carteristas, chulos... Y
aprendió muy pronto el lenguaje que se utilizaba en los
tugurios. Y, sobre todo, su prosa está impregnada de wisky,
de olor a porros, de madrugadas a la intemperie, de
gitanerío y de dame un remolque que esta noche me han dejado
en cueros.
El casticismo y la chulería, en el decir escrito de Raúl del
Pozo, es tan natural como espontáneo. Se le nota a la legua
que ha vivido durante muchos años llamando al sereno y
procurando por todos los medios que la dueña de la pensión,
de una pensión cualquiera en el Madrid de los Austrias, un
suponer, no lo esperase despierta para darle la bronca.
Porque uno, que vivió intensamente el Madrid de aquellos
años, llamados los “felices sesenta”, cree a pie juntillas
que las dueñas de las pensiones estaban todas enamoradas de
quien estaba llamado a ser uno de los mejores periodistas de
España.
De aquel tiempo (Cuando los periodistas ganaban cuatro
perras y deseaban por todos los medios que hubiese
conferencias de prensa o presentaciones de algo, donde al
finalizar el acto se diera una copa de vino español para
atiborrarse de canapés), yo recuerdo a Raúl del Pozo
haciéndole fiestas a una cerveza y un plato de mariscos,
invitación de Luis Elices; dueño de la Cafetería Bar
Recoletos y uno de los entrenadores más destacados que han
nacido en el foro.
Aquel Raúl tenía ya apostura, buena labia, y un
agitanamiento que se metía por los ojos de las mujeres.
Ahora bien, del hombre recomendado a Pueblo, cortijo privado
de Emilio Romero, por José María García, nadie
hubiera pronosticado, entonces, que se iba a convertir en
una estrella del papel escrito.
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