Paracuellos del Jarama. Si existe en toda España un lugar de
más infausto recuerdo les puedo asegurar que no lo conozco.
Las terribles “sacas” de presos –que se iniciaron el 7 de
noviembre de 1936 y continuaron hasta el 18 del mismo mes –
provenientes de la cárcel Modelo de Madrid que, bajo la
responsabilidad de S.Carrillo, fueron trasladados a
Paracuellos del Jarama para ser vilmente asesinados al borde
de las zanjas que, previamente, se habían dispuesto para
recibir sus cuerpos; es una de las ignominias mayores de la
guerra civil. Aquellos fusilamientos dejaron, para siempre,
el nombre de la pequeña localidad marcado por el estigma del
odio y la venganza. Quizá sea por ello o acaso por el hecho
de que, tales crímenes, han quedado arrinconados
voluntariamente en el olvido por aquellos que quieren
reescribir la Historia a su modo – utilizando como única
herramienta su fantasía fanática y revanchista –, que me es
imposible comprender como, el Gobierno, ha decidido celebrar
los funerales de las seis víctimas de la guerra del Líbano,
en un lugar de tan infausto recuerdo para los españoles que
detestamos todo tipo de violencia y, máxime, cuando esta se
ejerció contra personas inermes. No me sirve de excusa que
allí esté emplazada la sede de la brigada paracaidista,
porque, para un evento de una naturaleza tan dramática,
existen en Madrid iglesias o lugares más adecuados que, sin
duda, se prestaban a darle el realce que el fúnebre acto se
merecía.
Claro que esto hubiera sido si no tuviéramos un gobierno
socialista y no hubiera elecciones legislativas más cerca de
lo que a ellos les apetecería; seguramente los de la Moncloa
no han querido una asistencia masiva por miedo a que el
pueblo quisiera pasarles factura por los nefastos errores
que han precedido a la muerte de estos seis muchachos.
Parece ser que hasta se restringió la posibilidad de que
Esperanza Aguirre pudiera consolar personalmente a las
familias. El grado de mezquindad y maldad encerrado en el
comportamiento del Ejecutivo, sólo es parangonable con la
incompetencia, desidia y torpeza, sino imprudencia
temeraria, que les corresponde a aquellos que tenían la
responsabilidad de velar por la seguridad de la tropa que
tenían bajo su mando. El hecho de que faltaran inhibidores
para los vehículos y que estos no estuvieran acorazados ya,
de por sí, suponen un acto de negligencia; pero todavía lo
es más el que se hubieran pedido en noviembre y todavía no
se los hubieran servido cuando, según técnicos en la
materia, es un artilugio sencillo que las casas
especializadas lo sirven, prácticamente, al momento. En
ningún caso se puede argumentar que interferían los
instrumentos de los blincados puesto que dichos aparatos
están dotados de unas “ventanas” especiales que les permiten
interferir sólo las frecuencias que se deseén.
Pero la prueba más palpable de la clase de personas que nos
gobiernan, es la forma en la que ha actuado el señor
ministro del Ejército. Por supuesto que la primera sinrazón
y lo primero que se le puede achacar a un gobierno es que en
este cargo no tenga a un militar, y esta queja vale para
todos los partidos; pero, aún admitiendo que desempeñe el
cargo un civil, lo menos que se le puede pedir, mejor dicho,
exigir, es que tenga respeto por los muertos y que se
comporte ante los masacrados con un mínimo, diría de
urbanidad, pero prefiero calificarlo de respeto y decencia.
Porque, veamos señor Alonso, yo comprendo que hay casos en
los que uno puede prescindir de la corbata y vestir una
sariana y una camisa, pero no me negará usted que
presentarse en un túmulo, por sencillo que sea, donde
reposan los cadáveres de seis soldados, muertos en servicio
a la patria; con una indumentaria más propia de una barbacoa
familiar que de un ministro del reino, tiene bemoles.
Realizar un acto solemne de imposición de medallas como
quien se va de excursión al campo no lo hace nadie que tenga
un poco de respeto por las formas, que en un representante
del Ejecutivo, tienen su importancia. Pero el señor Alonso,
no satisfecho de su actuación ante los masacrados, va, y con
toda su flema, se baja del avión, que lo retorna a la patría,
y se presenta ante el comité de recepción – donde esperaban,
perfectamente trajeados el Príncipe de España, el Presidente
del Gobierno y todas las autoridades – ¡con la misma sariana
y camisa sin corbata, como si fuera lo más natural del mundo
y sin que se le cayera la cara de vergüenza! ¡Vivir para
ver!
Sin entrar a juzgar si la condecoración debería llevar
distintivo rojo o amarillo; sin entrar a dirimir si el
fallecimiento se produjo en una acción de guerra o no y sin
juzgar si los soldados estaban protegidos adecuadamente; lo
que sí podemos constatar, sin duda alguna, es que las formas
que usa este Gobierno que padecemos no se pueden tachar más
que de horteras. Serán ministros, serán lo que sean, pero a
todos se les nota, por debajo de sus coches oficiales, de
sus poses de personajes importantes y de sus claveles
socialistas, el pelo de la dehesa; porque, señores, en mi
tierra mallorquina hay un dicho, que me permitiré
traducirles: “Los cerdos y los señores han de venir de
casta”. Todo lo contrario, sin embargo, podemos decir de las
exquisitas maneras de los príncipes que, en todo momento,
estuvieron a la altura del acontecimiento, dando muestras de
buenos sentimientos y de saber estar en el lugar que les
corresponde. Resaltar la emoción de la princesa Leticia que
fue incapaz de retener las lágrimas que, en sus bellos ojos,
relucieron con especial intensidad. Y esto lo confiesa uno
que no es especialmente monárquico, pero es de justicia
reconocerlo. Una lección para la chusma que no sabe
distinguir entre un acto solemne y un picnic en la playa.
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