La crisis de la enseñanza pública española se acerca más a
una tragedia. Ya no se trata del llamado fracaso escolar,
-el 31% de alumnos que abandonan la escuela al término de la
etapa obligatoria-, penúltimo puesto entre los Estados
miembros de la Unión Europea. Ahora, además, los centros
docentes españoles se están convirtiendo a marchas forzadas
en verdaderos campos de batalla. No pasa día sin que
tengamos noticias de algún caso de violencia escolar o de
sus secuelas, que afecta tanto a alumnos como a profesores.
Los datos son estos: uno de cada cuatro de edades
comprendidas entre los 7 y 17 años es víctima, en un grado
mayor o menor, de algún acto violento, ya físico, ya
psicológico; por otro lado, un 13% de nuestros profesores
reconoce haber sido agredido alguna vez.
Con esto porcentajes, nadie se atreve a negar que la
enseñanza en España necesita de algún tipo de revulsivo.
¿Cuál? Se suele echar la culpa del aumento de la violencia
escolar a la falta de mediadores y de planes de convivencia,
cuando no a la desestructuración de las familias. Sólo los
docentes saben que el problema puede estar en el sistema
implantado y a tantos vaivenes que se han producido en los
últimos tiempos, en particular, cuando se produce un cambio
de gobierno, de signo distinto al anterior. ¡Y los docentes
sin poder hablar!
Bajo mi punto de vista, el único problema de la enseñanza en
España, aparte de lo indicado anteriormente, el que
justifica ese asunto de la violencia en las aulas, es la
falta de autoridad. Sin autoridad no hay educación posible.
En tres o cuatro lustros, hemos perdido la distancia. El
igualitarismo se ha impuesto. Ya no hay niveles. El maestro
y el profesor se han convertido en un compañero, en un
colega. Pero no sólo en la escuela, también en la familia...
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