A Juan Vivas le esperan
cuatro años muy difíciles como presidente. Quizá los más
complicados que ha tenido hasta ahora al frente del
gobierno. No hace falta ser adivino para adelantar un hecho
que es de cajón. Por más que él, confiado en sus
posibilidades y crecido por la obtención consecutiva de dos
mayorías absolutas, confíe ciegamente en poder soltear los
obstáculos que se le irán presentando.
Verdad es que el contar con el aprecio mayoritario de los
ciudadanos hace que cualquier político se crezca y se atreva
a enfrentarse con los problemas de manera bien distinta a
cuando está presionado por los cuatro costados. Los aplausos
por sistema y los halagos continuados son, si el político no
pierde la cabeza, armas indispensables para afrontar con
serenidad y buen pensar todos los retos que se vayan
presentando. Todo ello concurre en la figura de Juan Vivas.
Sin embargo, toda situación por boyante que parezca tiene su
pero adversativo, y en el caso que nos ocupa también aparece
en el horizonte con claridad meridiana. Si el partido
Popular no consigue ganar las elecciones generales, mucho me
temo que los problemas del presidente de la Ciudad se irán
incrementando a medida que serán más las dificultades para
salir airosos de ellos. Por mucho que sea su predicamento
como político.
De ahí que el martes, mientras aguantaba estoicamente
sentado en el sofá de la salita de estar el Debate del
estado de la Nación, pensé, durante algunos pasajes de éste,
en lo mal que lo tendría que estar pasando Juan Vivas.
Porque me imaginaba que nuestro presidente, a pesar de que
anda siempre agobiado de trabajo, no se habría perdido esa
guerra abierta que mantuvieron José Luis Rodríguez
Zapatero y Mariano Rajoy.
Una batalla dura, en ocasiones cruel y en la cual, sin
prisas pero sin pausas, se fue imponiendo el presidente del
Gobierno ante el más destacado dirigente de la oposición.
Un combate donde el aspirante a convertirse en inquilino de
la Moncloa fue de más a menos y terminó perdiendo por
puntos; si bien estuvo en un tris de quedar noqueado en la
lona del Congreso de los Diputados por su contrincante. Una
actuación que puede costarle la pérdida de las elecciones al
PP. Algo muy posible, salvo que lo subsane cualquier
tragedia de la que no estamos libres. Por tal motivo, creo
que Juan Vivas, inteligente donde los haya, debió percatarse
de lo ocurrido y, conociéndole, a buen seguro que preparará
el terreno a fin de que esa situación, caso de producirse,
no lo coja con el pie cambiado.
Parece mentira que Mariano Rajoy, tan alabado por ser un
magnífico parlamentario, con tanta flema y porte de político
inglés, perdiese los papeles en cuanto ZP fue a por él con
descaro y con una malaúva impresionante. En esos momentos
del debate tuve la ocasión de comprobar cómo la fragilidad
de Rajoy es mucho mayor de la que yo empezaba a vislumbrar.
No resistió el que su oponente, con gran desparpajo y una
sonrisa helada en la comisura de sus labios, le fuera
relatando las razones por las cuales su paso por los
diferentes ministerios, durante los gobiernos de Aznar,
hubiera pasado desapercibido.
Así, consiguió ZP lo apetecido: convertir a su rival en
alguien muy distinto al que le había estado torturando, sin
piedad, una y otra vez, por el fracaso tenido en el proceso
de paz con los etarras. El cambio fue radical: de un Rajoy
firme, sereno, incisivo, y atiborrado de severidad, se pasó
a ver un hombre disminuido, cuyos tiques cada vez más
acentuados le hacían ganarse las iras de las cámaras.
Insisto: Juan Vivas debió pasar un mal trago. Aunque el
presidente está preparado para lo que se avecina. Que no
será moco de pavo. Ni mucho menos.
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