Casi no nos acordamos ya los que
cuando finalizó el Concilio Vaticano II andábamos por los
dieciocho años.
El concilio que comenzó con un papa y terminó con otro
distinto abrió Iglesia, prácticamente, a todo el mundo y dio
una sensación de modernidad que, a la larga, ha resultado
demasiado extraña, especialmente en algunas facetas de
contactos con otras creencias.
Quería ser la Iglesia de todos, de hecho lo fue de los que
quisieron acercarse a ella, y para estar más cerca, en su
principal y único sacrificio, la Misa, comenzó a decirse
cara al público y en la lengua de cada pueblo en el que se
estaba oficiando.
No estaba mal, entendíamos lo que se decía, pero de lo que
no estoy tan seguro es de que se comprendieran los
principios de la propia Iglesia, y mucho menos de lo que
representaba y representa la misa.
Aunque lejanamente recuerdo a dos curas, modernos ellos,
demasiado modernos, de un pueblecito de Salamanca,
Armenteros, y como tras unos días de vacaciones en Francia,
al ver que allí los franceses ya estaban utilizando su
propia lengua, estos llegaron al pueblo y... ¡¡ Misa en
español ¡!. Más de una viejecita salía de la iglesia medio
escandalizada, porque desde entonces sus oraciones,
aprendidas desde niña en Latín, mejor dicho en “un masculleo
que quería parecerse al Latín”, a partir de ahora no las
iban a poder repetir: “ estos curas modernos terminan con
nuestras creencias” solían decir algunas.
El tiempo pasó y dos largos pontificados, el de Pablo VI y
el de Juan Pablo II se preocuparon de otras cosas y no
volvieron a tocar para nada la lengua en la que se dice la
misa. Al fin y al cabo así lo entienden todos.
Yo recuerdo haber oído a un colega, él sacerdote, que hubo
demasiados problemas entre los padres conciliares, con el
asunto de la lengua en la que se iba a decir la misa. En
Latín era más solemne, tenía más importancia cultural, en
francés, español o alemán se veía más cercana.
Se iban aprobando partes en las lenguas vernáculas, hasta
que se llegó “a la fórmula” utilizada en la consagración.
Aquí la mayor parte era intransigente a que esas palabras se
dijeran en otra lengua que no fuera el Latín, hasta que
intervino uno de los que era totalmente partidario de que el
Latín fuera desplazado y llegó a decir: “¿ Es que estas
palabras son una fórmula mágica?”. Ahí terminó la discusión,
toda la misa se diría en francés, en español, en alemán ...
.
El Concilio terminó, han pasado muchos años, pero aún hay
grupos que propugnan ciertas fórmulas en las grandes
solemnidades, tratadas en la lengua que les dio esplendor, y
se resisten a apartar definitivamente el Latín.
Grandes intelectuales de la época no aceptaron de buen grado
aquella reforma litúrgica que prácticamente prohibió el rito
litúrgico que había pervivido desde Pío V hasta que lo
modificó Juan XXIII en la década de los 60.
Aquí no era tanto lo litúrgico, para los intelectuales, como
lo cultural, y no deja de ser significativo que sea ahora un
papa intelectual, con unas bases muy profundas en la cultura
el que, casi cuarenta años después globaliza el rito
contactando con una corriente de pensadores intelectuales.
Me agrada que Ratzinger haya dado este paso de acercamiento,
de abrir la puerta a todos, y que con esta sencilla actitud
unas corrientes que se iban distanciando cada vez más de
Roma, como la de Lefebvre puedan acercarse, puedan unirse y
romper ciertas diferencias, más de formas que de fondo, que
se han venido marcando desde hace décadas.
La decisión del Papa Benedicto XVI va en serio muy en breve
publicará un documento, que no tiene que ser extenso, en el
que va a marcar la rehabilitación de la misa en Latín. De
esta forma, en lo estrictamente formal, se vuelve a la vieja
misa tridentina.
Y aquí no es volver al Concilio de Trento, siglo XVI, es
recoger algo cultural que pertenece a todos y que no debe
ser arrinconado, como quedó tras el Concilio Vaticano II.
Tras el documento de Ratzinger el cura que lo considere
oportuno, sin permiso del obispo podrá oficiar su misa en
Latín.
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