“Estos muchachos no pueden ir sin
protección”, “No hay derecho”, tuvo el valor de gritarle a
la cara del Presidente Rodríguez la madre de un cabo
paracaidista. Bochornoso espectáculo que aun estará impreso
en la retina y resonará en los oídos del desvergonzado
titular de La Moncloa, si es que tiene un ápice de dignidad.
Pero no, contumaz y bellaco se empeña en imponer a los
soldados caídos en combate la Cruz al Mérito Militar con
distintivo amarillo (como a la soldado Idoia, abatida en
Afganistán), mientras el Gobierno libanés los galardona,
entre otras condecoraciones, con la Medalla de Guerra.
Porque estamos en guerra, Presidente y ello por una razón
tan elemental como empírica: hace años que nos la han
declarado…
Por otra parte el día se abrió ayer con dos noticias: una,
el reciente galardón Premio Príncipe de Asturias de Las
Letras otorgado al narrador y ensayista israelí Amós Oz, por
la encendida defensa en su obra “de la paz entre los
pueblos” paralela a su tajante “denuncia de todas las
expresiones de fanatismo”.Mi alegría ha sido enorme, pues no
en vano ojeo al lado una de sus obras más emblemáticas, “Las
voces de Israel: una controversia entre la vida y la
muerte”, libro que el autor tuvo el honor de dedicarme hace
años en su “kibbutz” Hulda y del que extraigo estas críticas
líneas, fruto de una conversación del escritor con un judío
de orígen marroquí: “En el Ejército, nosotros los marroquíes
somos los cabos y los oficiales son del kibbutz”. Amós Oz,
destacado activista -como Shlomo Ben Amí- del movimiento
“Paz Ahora”, fue oficial del “Tsahal” (Fuerzas de Defensa de
Israel) batiéndose en 1.967 en el Sinaí (Guerra de los Seis
días) y en octubre de 1.973 en los Altos del Golán (Guerra
del Yom Kipur). En la distancia, muy lejos en el tiempo y el
espacio me siento, como asturiano, feliz y honrado de que la
Fundación Príncipe de Asturias, nacida en 1.981 y una de las
más prestigiosas del mundo en su género, tomara esta
decisión. También y como no podía ser menos -las fotos
reposarán en sus marcos, cubiertas de polvo, en el despacho
de mi refugio norteño- acude a la memoria el 24 de noviembre
de 1.994, día en el que tuve la satisfacción de saludar en
Oviedo a un sonriente Yaser Arafat (líder de la OLP) y
fundirme en un estrecho abrazo con el primer ministro
israelí Isaac Rabin, posteriormente asesinado en un oscuro
atentado por un fanatizado judío. Ambos fueron galardonados
con el Premio Internacional de Cooperación por su acuerdo de
paz firmado, en Washington, el 13 de septiembre del año
anterior fruto, a su vez, de la Conferencia de Madrid de
1.991, por cuyos vericuetos anduve modestamente enredado,
entre bambalinas para variar.
El otro dato fue la concentración de protesta en Madrid ante
la embajada de la República Islámica de Irán, en apoyo a
algo tan obvio como el derecho a la vida: en este caso, el
derecho a la existencia de un miembro de la comunidad
internacional de naciones, el Estado de Israel, al que el
mesianista y fanático presidente iraní, Mahmud Ahmadineyah,
amenazó una vez y otra también con borrar del mapa: “Ha
empezado la cuenta atrás para la destrucción de Israel”. Y
no pasa nada… ¿Se imaginan la que se montaría si alguien, en
Occidente, amenazara con eliminar a un país árabe o
islámico?. Luego, los musulmanes -siempre muy delicados y
sensibles ellos- se quejan de ofensas como las viñetas del
Profeta o libros como el de Salman Rushdie. Ya.
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