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OPINIÓN - MIÉRCOLES, 27 DE JUNIO DE 2007

 

OPINIÓN / EL OASIS

La libertad
 


Manolo De la Torre
manolodelatorre@elpueblodeceuta.com
 

Escribir en España es llorar. Lo dijo Mariano José de Larra y la frase quedó inmortalizada. De manera que quienes escriben en periódicos deberían saber a lo que se exponen cuando toman semejante decisión. De nada vale, pues, quejarse luego amargamente de las desdichas por no haber sabido hacer uso de la pluma en según qué momentos.

La libertad no existe ni ha existido nunca, pero hay que comportarse como si existiera y buscarla, decía no ha mucho un reputado director de periódico extranjero. Y yo añado: y hacerlo de forma que no se pierda predicamento.

La censura, como todo lo malo, tuvo, y tiene, también su parte positiva: obligó a muchos periodistas a escribir con sumo talento para eludir a los censores. De no haber sido así, a lo mejor no habrían conseguido el prestigio que alcanzaron. Los menos dotados, o tal vez quienes tenían madera de héroes y buscaban el ataque directo para sobresalir, perdieron la batalla. Por lo tanto, a buenas horas mangas verdes se ponen a contarnos sus aflicciones. Ya tuvieron su oportunidad de demostrar que eran rebeldes y capaces de ponerse el mundo por montera.

Albert Camus siempre decía que un hombre rebelde es el que dice no cuando cree que ha llegado su hora de decirlo. Con lo de Camus estoy de acuerdo. Si bien le faltó decir a tan grande escritor que el rebelde ha de apechugar con las consecuencias derivadas de ese estado placentero que es decir aquí mandan mis huevos y se hace lo que yo quiero.

Yo recuerdo, y perdonen que personalice, que mi rebeldía como entrenador de fútbol me hizo pasar momentos deleitosos. Allí estaba yo siempre que se daban razones adecuadas dispuesto a no dar mi brazo a torcer. Y, claro, llegó un día en el cual me di cuenta de que aquella postura me estaba privando de hacer carrera en la profesión.

Mas como yo disfrutaba de lo lindo con mi forma de defender mi libertad, preferí dejar los banquillos -donde, por cierto, ganaba una pasta gansa- y me dediqué a otros menesteres. Eso sí: partiendo de cero y cobrando dineros que no me permitían cubrir mis necesidades más elementales.

No obstante, nadie me vio quejarme de estar más tieso que una mojama y jamás dejé de pagar mis trampas. Y, desde luego, nunca he creído conveniente hacer un drama de la otrora faceta de técnico en la cual había conseguido hacerme un sitio la mar de apañado.

Ahora no se prohíbe decir nada en los periódicos -al menos en el que yo escribo todavía-; no se le dice a nadie lo que puede o no decir; pero yo sé lo que puedo o no puedo decir, dependiendo de dónde estoy y quién me paga. Y si no lo supiera, pues seguramente haría ya mucho tiempo que no estaría aquí. Por incompatibilidad de caracteres con el editor. Cuya misión principal, cual empresario, es ganar dinero, tras haber pagado la nómina a sus empleados. Y aun así, o sea, asumida la cuestión, créanme que a veces disentimos hasta el punto de que la ruptura planea sobre nuestras cabezas.

Porque sigo creyendo que si la libertad significa algo, sería sobre todo el derecho a decirle a la gente aquello que no quiere oír. Basado, por supuesto, en hecho tan evidente como que dos y dos son cuatro, cuando ésto está acordado. Pero esa verdad, y esa libertad para expresarla, tiene cabida en unos medios y en otros no.

Ahora bien, yo siempre expongo el mismo ejemplo: el político tal camina con su curda a cuesta y le da por mearse en la calle. La noticia se debe publicar, por encima de todo. Sin embargo, en según qué periódico se le dispensará la marranada por problemas de próstata. Es lo que se llama, fina e hipócritamente, la tendencia favorable del editorial.
 

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