Escribir en España es llorar. Lo
dijo Mariano José de Larra y la frase quedó
inmortalizada. De manera que quienes escriben en periódicos
deberían saber a lo que se exponen cuando toman semejante
decisión. De nada vale, pues, quejarse luego amargamente de
las desdichas por no haber sabido hacer uso de la pluma en
según qué momentos.
La libertad no existe ni ha existido nunca, pero hay que
comportarse como si existiera y buscarla, decía no ha mucho
un reputado director de periódico extranjero. Y yo añado: y
hacerlo de forma que no se pierda predicamento.
La censura, como todo lo malo, tuvo, y tiene, también su
parte positiva: obligó a muchos periodistas a escribir con
sumo talento para eludir a los censores. De no haber sido
así, a lo mejor no habrían conseguido el prestigio que
alcanzaron. Los menos dotados, o tal vez quienes tenían
madera de héroes y buscaban el ataque directo para
sobresalir, perdieron la batalla. Por lo tanto, a buenas
horas mangas verdes se ponen a contarnos sus aflicciones. Ya
tuvieron su oportunidad de demostrar que eran rebeldes y
capaces de ponerse el mundo por montera.
Albert Camus siempre decía que un hombre rebelde es
el que dice no cuando cree que ha llegado su hora de
decirlo. Con lo de Camus estoy de acuerdo. Si bien le faltó
decir a tan grande escritor que el rebelde ha de apechugar
con las consecuencias derivadas de ese estado placentero que
es decir aquí mandan mis huevos y se hace lo que yo quiero.
Yo recuerdo, y perdonen que personalice, que mi rebeldía
como entrenador de fútbol me hizo pasar momentos deleitosos.
Allí estaba yo siempre que se daban razones adecuadas
dispuesto a no dar mi brazo a torcer. Y, claro, llegó un día
en el cual me di cuenta de que aquella postura me estaba
privando de hacer carrera en la profesión.
Mas como yo disfrutaba de lo lindo con mi forma de defender
mi libertad, preferí dejar los banquillos -donde, por
cierto, ganaba una pasta gansa- y me dediqué a otros
menesteres. Eso sí: partiendo de cero y cobrando dineros que
no me permitían cubrir mis necesidades más elementales.
No obstante, nadie me vio quejarme de estar más tieso que
una mojama y jamás dejé de pagar mis trampas. Y, desde
luego, nunca he creído conveniente hacer un drama de la
otrora faceta de técnico en la cual había conseguido hacerme
un sitio la mar de apañado.
Ahora no se prohíbe decir nada en los periódicos -al menos
en el que yo escribo todavía-; no se le dice a nadie lo que
puede o no decir; pero yo sé lo que puedo o no puedo decir,
dependiendo de dónde estoy y quién me paga. Y si no lo
supiera, pues seguramente haría ya mucho tiempo que no
estaría aquí. Por incompatibilidad de caracteres con el
editor. Cuya misión principal, cual empresario, es ganar
dinero, tras haber pagado la nómina a sus empleados. Y aun
así, o sea, asumida la cuestión, créanme que a veces
disentimos hasta el punto de que la ruptura planea sobre
nuestras cabezas.
Porque sigo creyendo que si la libertad significa algo,
sería sobre todo el derecho a decirle a la gente aquello que
no quiere oír. Basado, por supuesto, en hecho tan evidente
como que dos y dos son cuatro, cuando ésto está acordado.
Pero esa verdad, y esa libertad para expresarla, tiene
cabida en unos medios y en otros no.
Ahora bien, yo siempre expongo el mismo ejemplo: el político
tal camina con su curda a cuesta y le da por mearse en la
calle. La noticia se debe publicar, por encima de todo. Sin
embargo, en según qué periódico se le dispensará la
marranada por problemas de próstata. Es lo que se llama,
fina e hipócritamente, la tendencia favorable del editorial.
|