Hace hoy una semana que en la
catedral de Tánger se abría y daba lectura a un mensaje del
jefe espiritual y político de la Iglesia Católica -no en
vano es la cabeza oficial del Estado Vaticano-, el Papa
Benedicto XVI, mientras en un momento de la emotiva
ceremonia con motivo de la Ordenación Episcopal de Monseñor
Santiago Agrelo, la multitud, que asistía devotamente al
acto, recitaba la profesión de fe (similar en importancia a
la “Sahada” de los musulmanes) de los cristianos católicos:
el “Credo”, rezo oficialmente “inspirado” por el Espíritu
Santo en el trascendental Concilio de Nicea I (325 de la Era
Común ), pero cuya formulación actual es debida a varias
redacciones y cuyo contenido teológico (escorado al
pensamiento trinitario) fue impuesto por el emperador romano
Constantino en unas condiciones, harto vergonzosas, para la
naciente Iglesia Católica que veía así, confirmado y
ampliado, el estatuto de “religio licita” (el historiador
Tácito la había considerado “superstición detestable”)
arrancado al emperador Galerio en abril del 311 y que el
hábil Constantino remodeló a su conveniencia a partir del
312 (Edicto de Milán). Su segundo hijo y sucesor, Constancio
II (337-361) proscribió en colaboración con el Papa Liberio
la plegaria dominical (curioso, ¿verdad?) al Sol (“Soli
Invictus Comiti, Augusti Nostri”), sobreponiendo por si esto
no bastara la celebración del (supuesto) nacimiento de Jesús
al de Mitra, dios nacido también de una virgen un 25 de
diciembre, en una cueva o gruta, adorado por pastores,
hacedor de milagros, muerto y resucitado al tercer día… ¡qué
casualidad!. En el fondo, late una antiquísima heliolatría
que vincula al naciente cristianismo tanto con Persia (25
diciembre) como con Egipto (6 de enero). Salieron a colación
estos temas, no recuerdo muy bien por qué, con un fervoroso
matrimonio católico venido de Melilla (él, director del IES
“Reina Victoria Eugenia”) con quien tuve el honor de
compartir banquillo y a los que, sospecho, les llamó la
atención mi respetuosa pero activa condición de agnóstico.
Realmente y pese a la forzada interpretación de “Mateo
16:18”, el incontrovertible hecho histórico es que la
milenaria institución que estamos comentando debe su
nacimiento administrativo (espiritualmente su fundador fue
Pablo de Tarso) a un pacto con el Imperio romano, quien
ayudó a su consolidación combatiendo a dos poderosas
corrientes críticas que se enzarzaban en la nueva religión:
el “arrianismo” (muy fuerte desde Egipto) y el “donatismo”
(Iglesia de los Santos), la última con importante
implantación entre las comunidades cristianas del Norte de
Africa. Circunstancias determinantes que autores como J.
Orlandis (“Historia breve del Cristianismo”, Rialp, 1983)
pasan pudorosamente por alto, confirmando por Cristo (¡!) el
Primado de Pedro, “… una institución permanente, prenda de
la perennidad de la Iglesia y válida hasta el fin de los
tiempos” (sic).
“Mi Reino no es de este mundo” (Juan, 18:36), dijo Jesús.
Pero la Iglesia, sí. Como advierten los Evangelios (Juan, 8:
32) “… conoceréis la verdad y os hará libres”. Pero las
mentiras (sean de la religión que fuere todas manipulan),
amigos, hacen “creyentes”…..
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