A ver, los de mi quinta y
anteriores ¿recuerdan ustedes los llamados “crímenes
pasionales”?Sí. Aquella antigua manera de finiquitar los
problemas domésticos o de debatir cuestión de testas
coronadas. ¿Qué dicen los jóvenes mileuristas? ¿Qué si me
voy a lanzar a una apasionada diatriba sobre mi
republicanismo de derechas? No. Eso otro día. Las testas a
las que me refiero son las adornadas con cornamentas
notables y siempre masculinas. Porque, en tiempos pasados,
la Ley y el Derecho eran misóginos como talibanes y no hace
tanto, sin remontarnos muy atrás de los noventa, la mujer
apaleada, a todos los niveles “algo habrá hecho”.
Aún hoy, en determinados grupos étnicos no se concibe que
una mujer pueda denunciar a su marido, es una deshonra y una
auténtica traición, condenada por todo el clan familiar y
como los clanes suelen ser numerosísimos y con incontables
ramificaciones la desdichada maltratada denunciona la tiene
cruda. Para esos temas, el pueblo gitano, los romaní, son
muy cautelosos. Raras son las gitanas que denuncian, porque
es raza bravía y antes prefieren llamar a toda su parentela
y arreglar el asunto según las antiguas leyes no escritas,
de familia a familia y todo rodeado de un pétreo silencio.
Pétreo pero sano. Suele pagar mucho más, un gitano que
maltrata a su mujer, que un payiyo que lo hace. Porque las
leyes payas son melindrosas y los castellanos tienen muy
poco o escasísimo sentido de tribu, cuando uno del clan
sufre no aparecen primos y compadres hasta de debajo de las
piedras, como acontece en las vicisitudes del mágico pueblo
de caldereros que ha conseguido, pese a las dificultades,
dignificar y conservar códigos de honor viejos y pautas de
conducta ancestrales.
Va un gitano y clama “¡La maté porque era mía!” y empiezan a
llegar parientes de la fémina y para que, el asesino, entre
en los Juzgados hay que acordonarlos con los GEO y dentro
del talego, el homicida tiene que estar chapado, no vaya a
topar con otro gitanito que sea pariente residual de un
pariente indirecto de la muerta. Dicen que, los grandes
pecados tienen largas sombras, pero, en los calós, las
venganzas son terribles y se transmiten de generación en
generación. De hecho, la familia del que ha perpetrado un
crimen o una ofensa tiene , de inmediato, que abandonar sus
casas, porque, la primera pena es el destierro. ¿Qué quieren
que les diga? No es por sectarismo genético, pero hay algo
noble y rotundo en esa tradición. Y eso que la mujer, a
veces, no queda bien parada. No hace tanto que, cuando en
una familia nacía un varón, el padre se dirigía a la madre
“De la vida de este cachorro, respondes con tu vida” Y, en
ausencia del patriarca, el hijo mayor, aunque fuera un
mocoso, mandaba sobre todas las mujeres incluida la madre.
Bueno, “mandaba” los calorros siempre han adorado a sus
madres y en el pueblo mágico hay una especie de duplicidad
patriarcado-matriarcado porque, las hembras, salen con el
espíritu de aquellas amazonas que, en la Iberia Vieja, se
afeitaban el nacimiento del cabello y se lo sujetaban con
una especie de diadema, precursora de la peineta para que,
en combate, no pudieran agarrarlas de las greñas.
Hoy me ha dado el avenate étnico-comparativo. Un payo grita
“¡La maté porque era mía!” y acaba entre rejas, procesado y
cumpliendo condena. Si un gitano se atreve a gritarlo acaba
entre rejas, procesado y cumpliendo condena, si es que a la
policía le da tiempo a detenerle y no ha caído ya en manos
de la parentela de la mujer.
Con el inconveniente de que contará con la tribu esperándole
en la puerta de la cárcel hasta que consiga salir, para
hacer justicia según las leyes gitanas. El payiyo
maltratador tiene enfrente la Ley. El gitano tiene enfrente
la Ley y mucho más. Y teme infiniotamente al “mucho más” que
a la Ley.
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