Que no es “el verano del
membrillo” sino el de verdad verdadera; que no es de “el
veranillo de San Miguel” con su olor casi otoñal, sino el
auténtico y genuino… ¿Qué murmuran con esas caras de ratas
salvajes del Himalaya? ¿Qué las depresiones estacionales,
crisis de ansiedad y demás males del alma y de la cocorota
alcanzan este año a un diez por ciento de españoles?. Sí.
Eso dicen las estadísticas y también lo digo yo y no hace
falta que me repitan como quien recita el catecismo que, los
ansiolíticos y los antidepresivo,s se venden más que los
protectores solares y los bronceadores salvajes factor 0. Ya
lo sé. De hecho, he cambiado de los amuermantes lexatines a
los trankimazines asquerosos, que se pueden partir en dos y
masticar, paladearlos degustando su amargo y desagradable
sabor y colocar debajo de la lengua si amenazan el jamacuco
o el espeluco, la alferecía o el repelús. Mala cosa los
ansiolíticos de “aquí te pillo, aquí te mato” mejor el
tratamiento con seropram o seroxat, solo que no dejan
arrejuntarlos con los antidepresivos. Y es que hay mucho que
escarbar, indagar y descubrir en el apasionante mundo de los
neurotransmisores, ese campo de prácticas de cerebros de
científicos prodigiosos, iluminados por el Espíritu Santo,
que son capaces de maquinar ali olis de brujas con productos
químicos, realizar el milagro de curar con ellos las mentes
que sufren o que, sencillamente, están hartas y no pueden
más, dar a esos mejunjes de laboratorio nombres
farmacéuticos y dispensarlos en botica.
No me digan que, así considerados, los medicamentos y las
formulaciones químicas no pueden ser considerados un
auténtico milagro del Espíritu Santo. ¿Por qué entonces
pasarlas mentalmente putas en pleno siglo XXI cuando las
iluminadas mentes de los occidentales hemos descubierto,
entre tubos de ensayo, libracos y probetas, paliativos de
las angustias y atemperantes de las zozobras? Servidora y
sus distinguidas amistades, entre quienes ustedes se
cuentan, todos con excepción de mi Editor, que no me valora,
todos, al ser personas devotas y temerosas de Dios, amén de
muy actuales, nos encontramos dispuestas y bien dispuestas a
aplicarles a nuestras neuronas, caso de encontrarse
escocidas o con eritema de pañal, como culete de infante,
remedios químicos recomendados por galenos que sean un
Bálsamo Bebé cerebral, curativo y suavizante. ¿Qué
carajillos al ajoarriero están chismorreando ahora? ¿Qué
cual es la relación entre el veranillo que viene, con su
olor a sobaquina de vacacionante de Halcón Viajes, after sun,
eructo de gazpacho capaz de alimentar a un pobre para un mes
y calcetín sudado de guiri aprietatuercas de la Nissan y los
ansiolíticos y los antidepresivos? Pues mucho. Y sigo las
estadísticas o arte de mentir con números, de los
catastrofistas, que ubican en la primavera que languidece
una serie de trastornos de comportamiento y un sube y baja
anímico que parece adquirir rasgos de pandemia entre la
agotada población española. El estrés será , sin lugar a
dudas, el mal del siglo, una patología diagnosticable que se
funde y se confunde con crisis de ansiedad, nerviosismo,
agotamiento y demás jodiendas susceptibles de ser padecidas
por hombres y mujeres agobiados por el trabajo y cuyo mantra
particular, como el “ommm…” en los budistas, es “no llego”.
E incluso parpadear, los sentidos fijos en el saturado
cerebro y murmurar “no me caben más cosas”.
Y sí podemos llegar. Y sí cabe en nuestras mentes todo el
saber del Universo. Solo, que, muchas veces, tenemos que
adoptar una postura humilde y pedir ayuda a quienes han
empollado para ayudar, fisioterapeutas del alma y del
cerebro, neuropsiquiatras, los modernos druidas y que nos
pongan a punto y nos corrijan los esguinces del espíritu y
los juanetes del ánimo. ¿Qué serían podólogos mentales? Sí.
Son magos pequeñitos que nos enseñan a disfrutar el
veranillo y nos aplican protección total para las
quemaduras. Y encima el milagro, sale gratis por la
Seguridad Social.
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