Fue un 15 de junio -como ayer, día
de san Vito-, de hace treinta años, cuando los españoles
tuvimos nuestras primeras elecciones democráticas, tras
haber estado el pueblo cuarenta años despreocupado de la
vida pública. Una vida resumida en la frase que se le
atribuía a Franco: “Haga usted lo que yo, no meterse en
política”.
Tantos años siguiendo las directrices marcadas por el
Caudillo había producido la sensación de que vivir en
democracia no estaba hecho para nosotros y el fantasma del
miedo se hacía presente en nuestras vidas.
Adolfo Suárez, conocedor de las instituciones franquistas,
no en vano había sido secretario general del Movimiento,
sabía con quiénes se gastaba los cuartos y también se tomó
su tiempo antes de anunciar que se iría a las urnas.
Elegido presidente por el Rey, un año antes, el abulense de
Cebreros no dudó antes de convocar elecciones en viajar a
México y a Estados Unidos para conectar con los últimos
vestigios del republicanismo español en el exilio, y, sobre
todo, recibir el espaldarazo de Jimmy Carter. El cual
deseaba que España se convirtiera en una Monarquía
Constitucional.
La labor de Suárez, por inconmensurable, produce a veces la
sensación de que pocas personas están capacitadas para
valorarla en su medida. Seamos sincero: España era en 1977
una olla de presión y el presidente estaba circundado por un
campo de minas.
Si cogía el camino de la derecha, se encontraba con Carlos
Arias Navarro, que nunca dejó de llorar la muerte de Franco,
y Manuel Fraga. Ambos envueltos en la bandera nacional y
dando mítines favorables a Alianza Popular.
Si decidía darse un garbeo por la vereda de la izquierda
comunista, allá que se topaba con Carrillo y la Pasionaria,
rodeados de banderas con la hoz y el martillo y los
sindicatos jaleando ya las posibilidades de ser tan
influyentes o más que los partidos que se iban a legalizar.
Si se adentraba por la senda del PSOE, cuando aún no había
renegado del marxismo, aparecía la figura de Felipe González
dispuesto a hacerse con las riendas del poder cuanto antes.
Y para qué decir si a nuestro hombre se le ocurría viajar
por la periferia: allí lo único que podía hallar es a
catalanes, gallegos y vascos convencidos de que gozaban de
la historia más importante de España y por ello debían ser
distinguidos como comunidades de rango superior. Es decir,
que un tío que había nacido, por ejemplo, en Lequeitio,
presumía de tener más raíces y trayectorias históricas que
cualquier castellano, asturiano o andaluz.
Y, por si fuera poca la tarea de un presidente que en cuanto
abría la boca ya había millones de españolas dispuestas a
decir ole, su partido, la coalición UCD, estaba compuesta
por un grupo de personajes heterogéneos, clasificados en
tendencias distintas y agrupados en familias diversas. Nada
extraño, pues, que la izquierda dijera, entonces, que una
gran mayoría de los candidatos de la UCD y de Alianza
Popular eran perfectamente intercambiables. E incluso se dio
el caso de políticos que se negaron a hacer campaña junto a
algunos compañeros de lista. Caso de Enrique Larroque y sus
liberales.
Con semejante panorama, y con un País Vasco tomado por el
terrorismo, y secuestrado Javier de Ybarra, y con los
muchachos de Fuerza Nueva tratando de hacerse notar, y con
una parte del Ejército y la Policía mirando con aversión lo
que estaba ocurriendo, Suárez eligió el día de san Vito para
que se celebraran las primeras elecciones democráticas,
después de cuarenta años oscuros. ¡Qué valor!... Pena da que
tan grande hombre esté in albis. Aunque tal vez sea lo mejor
para que no vea que estamos aún en la Transición...
|