La televisión, la prensa, los
medios en general, vomitan cotidianamente tres tipos de
historias: trágicas, las de los casos de malos tratos;
indignantes y diseñadas para enrabietarnos y gruñir eso que
dice alguno de “¡Aquí haría falta el Franquillo, pero con
treinta años!” entiéndase desarticulación diaria de las
bandas de albonokosovares y de rumanos que entran
gozosamente por Hendaya para cometer crímenes en España. Y
otras de apariencia irremediable como las muertes en
carretera.
Pero, me den la razón, nadie cuenta historias de amor. Y
haberlas haylas, como las meigas y la Santa Compaña, pero no
adquieren rango de noticia ni parecen merecer ser
publicitadas. Cuando lo merecen y mucho. Y encima
“necesitamos” urgentemente una realidad amable que corra
paralela al puteo diario, al inmenso drama en que parecen
haberse convertido los telediarios. Joder, con perdón de la
bella palabra hispana, es que chorrean sangre, hambruna,
miseria, catástrofes y calamidades. Y cuando atenazan una
anécdota no sanguinolienta, o suele ser una jilipollez, como
la de un desfile de moda interior donde las bragas y los
sostenes son de chocolate, para refocile de golosos y
lujuriosos, o. pero aún, una historieta lacrimosa de esos
amores ñoños y edulcorados que se adjetivan como
“solidarios”. Eso no me vale. Yo quiero amor del bueno, del
duro, del que no se abarata, del que, como el crisantemo
imperial, resiste los embates del tiempo.
¡No vean! Acabo de terminar mis devociones con la lectura de
unas palabras “Allí donde están vuestras aspiraciones,
vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de
vuestro encuentro cotidiano con Cristo…” Eso lo escribió mi
padre adoptivo, San Josemaría Escrivá, que comparte
paternidad de Nuria con San Antonio Gaudí, el arquitecto de
Dios ¿Qué que pasa con mi pater biológico? Pues que debe
andar por algún lugar de su tierra empeñado en estudios
comparativos entre los textos coránicos y la Biblia,
encontrando su amor en la dualidad hispanorrifeña y si eso
le hace feliz ¡ele sus huevos!. No obstante, hablando de
amor, no es que pretenda que, los noticiarios y la prensa
sean reposo de juglares y de trovadores, pero los únicos
ennoviados o maridados que parecen contar son los petardos
del famoseo que se arrejuntan y desajuntan muchas veces para
hacer caja. Y es que hay mucho mercantilismo dentro de la
temática del tanga asesino y de la bragueta alocada. ¿Qué
musitan con esas expresiones entre críticas y escépticas?
¿Qué estoy calumniando a los tangas? No. Exceptio veritatis.
Que vengan los peritos del CSI y certifiquen mediante
dictamen forense si, el introducirse la tirilla del tanga
por la hendidura del culete, no es un tormento digno de la
Santa Inquisición. Picaruelo, provocativo, hacedor del
idioma “mujer chichitanga” que viene a ser como patiperra
pero en ropa interior esclavizadora y antihigiénica. ¿Qué
que tiene que ver el amor con el tanga? Pues mucho porque,
por amor a la prenda, el mujerío acude a la esteticista y se
depila cruelmente sus partes pudendas para lucir la
celebérrima “ingle brasileña”. ¿Qué como soportan el tirón
fatal de la cera fría? Pues en plan eslavo o numantino,
creciéndose ante las dificultades, ofreciendo el sacrificio
por alguna causa ajustada a Derecho (servidora es muy
legalista) y suspirando entre gemidos entrecortados “¡Un
parto duele más!”. Amores… Me motivan las pequeñas historias
de amor, no inmensas y sublimes, que dejan sin aliento por
su intensidad, sino chiquitas. El amor por su amo en los
ojos acaramelados de un perro, la sonrisa de una madre ante
un bebé dormido, la mirada del padre cuando el hijo
garrapatea su primeros palotes, el parpadeo ante el ondear
de la roja y gualda, el pellizco en el estómago al son de la
chirimía… Les digo, les certifico, que miro esos amores y
estoy viendo la sonrisa de Dios. Y ahora, hablemos de amor…
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