Desde pequeño, o sea un poquito de
menos altura que ahora, sentí una gran admiración por
Antonio Molina. Tal era mi admiración por el genial cantaor
malagueño que llegué a intentar imitarle. Aunque lo mío, la
verdad sea dicha, nunca ha sido el cante, que para dar el
“cante” están otros. Según algunos de mis vecinos mi
imitación del falsete de Antonio era magnifico.
Luego, con el paso del tiempo, cuando la voz se va
enronqueciendo al cumplir años, el falsete, ese que dicen
que lo hacía bastante bien, llegó a parecerse como un huevo
a una castaña. Con lo cual, ni que decir tiene, no volví
jamás a hacerlo. Mi sentido del ridículo no me permite
realizar ciertas cosas en las que no esté preparado para
hacerlas.
Sin embargo, hoy día, no me causa sorpresa alguna comprobar
como personajillos, politiquillos del tres al cuarto hacen
constantemente el ridículo, jaleados por los pelotas y
lameculos que les rodean.
Algunos en la creencia de que son los mejores imitadores, de
Castelar, que haya podido parir madre, se lanzan a hacer el
más espantoso de los ridículos en cada una de sus
intervenciones, pegándole cada patada al diccionario y a la
educación que no la mejora ni la magia del pies derecho de
Bekham. Eso sí jaleados, en cada una de sus intervenciones
por esa patulea de pelotas y lameculos que les rodean haya
donde vayan, haciéndoles creer que, en verdad, son hasta
mejores oradores que Castelar.
El problema que tienen, todos estos personajillos,
politiquillos del tres al cuarto, es que incluso llegan a
creerse que son grandes oradores, capaces de con su palabra
de convencer al mundo mundial.
Sus intervenciones las inician y las finalizan mirando,
siempre, a esa clac de pelotas y lameculos que,
repetidamente, le dan sus aplausos y sus gritos de ánimo,
mientras con sus miradas retan al público que permanece
impasible ante las ridículas palabras de estos “cautelares”
de pacotillas.
Cuando bajan del estrado al que se han subido para pegarle
patadas al diccionario, sus pelotas y lameculos, corren a
abrazarlos y felicitarlos por su brillantísima intervención.
Y ellos, en un alarde de facultades, se abrazan emocionados
a todos estos, prometiéndoles al oído lo que les van dar de
conseguir el añorado puesto por el que luchan.
Promesas estas que, en la mayoría de la ocasiones son
incumplidas, dando lugar al rebote lógico de todos estos
pelotas y lameculos que tanto jalean a esos personajillos,
politiquillos del tres al cuarto, al que de forma rápida le
ponen a parir, olvidándose de que han sido ellos, los que
han alimentado el ego de todos estos inútiles que se creen
los “cautelares” modernos.
¿De verdad qué estos personajillos, politiquillos del tres
al cuarto no se dan cuentas de qué, cada vez que hablan en
público, hacen el mayor de los ridículos?.
Aunque no los entiendo, me gustaría que nunca nos faltaran
porque, eso sí, estos personajillos, politiquillos del tres
al cuarto, nos dan mucho juego a los periodistas.
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