El rey va a conceder a Adolfo
Suárez el Toison de Oro, la máxima condecoración del Estado,
lo que me parece perfecto, porque su trayectoria o merece.
Aunque, lo cierto es que, servidora, no cree en más
condecoraciones que las que se obtienen jugándose los
cojones en primera línea de fuego “Si me quieres escribir,
ya sabes mi paradero…” ¿No les gustan las antiguas
canciones?. También acepto las que premian el heroísmo más
abnegado, aunque no sea en las trincheras, sino a pie de
calle. El resto de los fastos, glorias y honores me son
indiferentes y más en estos momentos evolutivos que estoy
regurgitando y que me hacen claramente esenia, de barrio,
pero esenia. ¿Qué dicen ahora, por tal de no callarse? ¿Qué
Nuestro Salvador Jesucristo era esenio y se retiró cuarenta
días y cuarenta noches al desierto por mor de sus tendencias
espirituales?. Sí, eso también lo sé yo y ayunó durante esa
cuarentena, porque cuarenta es número místico y esotérico.
Cuarenta días tardan las células en regenerarse y la mujer
en reponerse tras el parto.
Pero eso no tiene nada que ver con Adolfo Suárez, a quien
nadie puede restarle méritos ya que, antes de ser el primer
presidente de la democracia, fue un gran joseantoniano, de
disciplina falangista “Falangista valeroso y con ese
patrimonio, la justicia, el pan, la Patria y la España,
Grande y Libre que soñaba José Antonio” y el último Jefe
Nacional del Movimiento. ¿Recuerdan la foto de Suárez, más
bonito que un premio de la Primitiva, camisa azul, chaqueta
blanca, jurando de rodillas y ante el Crucifijo los
Principios del Movimiento? Emotivo documento histórico que
explica los valores morales y patrióticos, duramente mamados
bajo el cangrejo y el “Cubre tu pecho de azul, español, que
hay un hueco en mi escuadra. Pon cinco flechas en tu
corazón, llámame camarada”. Valores y disciplina que fueron
sedimento indispensable para conducir posteriormente y con
mano de hierro la Transición. A Suárez le pasaba como al rey
de España, que era extraordinariamente querido por Franco y
los amores y predilecciones de un militarote como lo fuera
el Caudillo, solían apuntar bien y certero. Siempre me ha
gustado Adolfo Suárez, esa cercanía, siendo Presidente, que
le llevó a ocupar sin titubeos, la portada del Hola, con su
estupenda familia, para presumir de hijo y lucir de esposa
guapetona. ¿Qué dicen? ¿Qué el Zetapé tiene prohibido
retratar a su prole su esposa es bastante hurona y se
prodiga poco? No hay color. Suárez posó para aquel Hola
memorable, que agotó la edición en minutos, sentado con sus
niños, riendo con ellos en la Moncloa y dando un paseo
romántico tiernamente enlazado a Amparo Illana y ese Hola
fue la más extraordinaria campaña de marketing que haya
existido en la historia de la política española. Cercanía,
sencillez, naturalidad, simpatía… Suárez nunca tomó un avión
oficial para irse unas horas de compras a Londres, la prensa
libertaria de entonces le hubiera degollado en negro sobre
blanco. Con UCD los gobernantes no eran abusones, ni les
deslumbraban los privilegios y se endiosaban. Eso era
imposible en unos años setenta en los que, las libertades,
comenzaron por ser auténticas, para luego ir opacándose a la
sombra del clientelismo y del oportunismo, de la censura
velada, de los cortesanos babosos y del temor a las
represalias. ¿Los años setenta? “No digas que fue un sueño”
que escribiría Kavafis. Fueron reales, duros, felices,
vocingleros, refrescantes, cutres, emotivos, horteras,
maravillosos. Un Toison de Oro para los españoles. Y para el
marido de Amparo Illana y padre de Marian Suárez también.
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