Los ideales son las cosas que
según estimamos debieran ser. Es una manera de darle de lado
a la realidad y desatender claramente los arquetipos: que
son la ineludible realidad de las cosas.
Así, suele pensarse que el político ideal sería un hombre
que, además de ser un gran estadista, fuese una buena
persona. “Pero ¿es que ésto es posible?, se pregunta
Ortega y Gasset.
Los intelectuales y los políticos riman mal. Siempre fue
así. Los primeros son muy dados a las definiciones, pero
meditan llevarlas a la práctica por cuestiones morales. Es
decir, que las expanden a fin de que sean otros quienes
sufran el desgaste de abrirles el camino a costa de dejarse
media vida en el empeño.
Hay, pues, dos clases de hombres: los que piensan y los que
no pueden vivir sin actuar. O sea, sin la acción diaria.
Válgame un ejemplo futbolístico: imagínense a un técnico de
despacho, sobrado de teorías y dando lecciones diarias de
cómo afrontar los partidos de fútbol, obligado en un momento
determinado a actuar en un banquillo que jamás ha ocupado
por no sentirse capaz.
Y, desde luego, por miedo a asumir responsabilidades tomadas
sin contemplaciones y hasta con falta de escrúpulos.
Verbigracia: retirar del césped a alguien que lleva jugando
solamente quince minutos de partido y sin embargo conviene
mandar a la ducha.
El teórico se plantearía, si acaso ha visto necesario
intervenir, la incorrección de su medida y meditando esa
circunstancia podría llegar al final del encuentro sin haber
tomado ninguna solución. Sin embargo, el entrenador
acostumbrado a operar en cuanto descubre que se hace
imprescindible cambiar el rumbo de lo que está sucediendo en
el terreno de juego, no dudará en actuar. Luego, si acaso es
necesario asumir culpas porque ni siquiera así haya podido
obtener beneficios, las asume y no pasa nada.
Los políticos, por tanto, han de actuar sin dudar o recelar
sobre la bondad o licitud del algo que les inquiete el
ánimo. Ya que los escrupulosos no son hombres de acción.
De lo contrario, muchos logros quedarían arrumbados por el
proceder melifluo de quienes están obligados a ejecutar. De
ahí que muchas veces se tache de inmoralidad por ciertas
actuaciones al gran político, cuando lo correcto sería
tildarlo de falta de escrupulosidad.
De ahí que deba sacar a relucir el nombre de Juan Vivas
para decir lo siguiente: mala cosa sería que éste se creyera
realmente que su misión es pensar y permanecer inactivo.
Puesto que entonces estaría traicionando la confianza que
todos hemos depositado en él al considerarlo capacitado, por
encima de cualquier cosa, como político.
Porque JV sabe muy bien que la política es clara cuando su
definición no lo es. Y que ha de decidirse por una de estas
dos tareas incompatibles: o hace política o hace
definiciones. “La definición, dice el el filósofo, es la
idea clara, estricta, sin contradicciones; pero los actos
que inspiran son confusos, imposibles, contradictorios. La
política, en cambio, es clara en lo que hace, en lo que
logra, y es contradictoria cuando se la define”.
Lo cual podría valer también para resumir lo que está tan de
actualidad: el encuentro entre el presidente del Gobierno y
el principal dirigente de la oposición. Los dos quieren el
fin de ETA. Pero mientras que uno ha querido buscarlo por
medio de la política, con errores de bulto y sin querer
asumir su parte de culpa, el otro no cesa de darnos la misma
definición de siempre.
Al grano: que los ciudadanos queremos que los políticos se
dediquen a tomar decisiones, aunque yerren, mientras que los
intelectuales donde mejor están es viviendo su mundo.
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