Terminada la comida, me dispongo a
sestear porque la tarde invita a ello. Es miércoles y todos
los comentarios se reducen a lo anunciado por los etarras.
Es decir, que los españoles quedamos enterados,
exhaustivamente, de que tenemos ya la muerte violenta tras
los talones. Menos mal que la vida sigue y hay
acontecimientos deportivos que merecen la pena ser vistos.
Aunque le cueste a uno dejar de sobarla durante más de una
hora.
Si bien el premio lo merecía: ver a Nadal en acción
se ha convertido en un regalo para quienes gustamos del
deporte y deseamos que los españoles destaquen allá donde
vayan. El tenista manacorí es todo un espectáculo. Es el
vivo ejemplo, creo que lo dije hace dos años, de la
constancia, del espíritu de sacrificio, de la fe
inquebrantable en sus posibilidades, y sobre todo de la
facilidad pasmosa que tiene para progresar.
Disfruté, una vez más, de su su tenis pero a costa de ver
perder a otro jugador por quien siempre sentí predilección:
Carlos Moyá. Cuya edad le impide, lógicamente,
hacerle frente con solvencia a un fenómeno en estado de
gracia y dispuesto a ganar Roland Garros por tercera vez.
En vista de que el partido entre Moyá y Nadal duró bien
poco, la tarde se me presentaba larga hasta que dieran las
siete y pudiera recrearme la vista con otra figura nacional:
José Antonio Morantes de la Puebla. El cual toreaba,
como único espada, seis toros en la Monumental de Las Ventas
del Espíritu Santo. Allí se iba a celebrar la tradicional
corrida de la Beneficencia.
Maté el tiempo que faltaba para la corrida, casi tres horas,
leyendo, mejor dicho releyendo, Historia de España contada
para escépticos. Y me lo pasé pipa con la obra de Juan
Eslava Galán. Pues es una obra amena y documentada y que
puede resumirse en el primer párrafo de lo que dice el
escritor en la contraportada: “No pretendo escribir la
historia que escribiría el pueblo, que el pueblo es ágrafo
por naturaleza, sino más bien una Historia de España contada
para escépticos que no creen en la historia de España”.
Ni que decir tiene que las dos horas largas se me pasaron
volando. Y cuando quise darme cuenta ya estaba el Rey
acomodándose en el Palco Real de Las Ventas, flanqueado por
Esperanza Aguirre, vestida de verde, luego ya
sabemos que se tiene por guapa, y por Mariano Fernández
Bermejo, ministro de Justicia, a quien la derecha acusa
de mala persona, de revanchista, y de tener la cara
apretada.
Lo que traducido significa hombre bruto y cerrado de
entendederas. Calificar de apretado a Fernández Bermejo me
parece a mí idea de Javier Arenas. Que se conoce
perfectamente El Polémico Dialecto Andaluz.
Morantes vestía de grana y oro e iba envuelto en un capote
de paseo muy original: color negro azabache y bordado
magistralmente. El quinto toro, de la ganadería de Román
Sorando, se lo echó a los lomos y le tiró en el suelo
innumerables cornadas. La suerte estuvo con el diestro: el
animal sólo consiguió golpearle la frente con la pala del
pitón derecho y allá que se lo llevaron a la enfermería,
tras haber matado cuatro toros sin pena ni gloria. Tal vez
más de lo primero.
Después de ser esperado el tiempo previsto para su cura,
salió al ruedo y se enfrentó al sexto de Núñez del
Cuvillo. Se agigantó el maestro de La Puebla y sacó a
relucir la casta unida al barroquismo del toreo sevillano.
Una alegría para los ojos en día donde los españoles habían
sido condenados a muerte por unos vascos cobardes de
solemnidad.
Lo siguiente, el partido de España ante Liechtenstein, como
me hacía dormitar, me instó a meterme en la piltra antes del
tiempo que suelo hacerlo.
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