Ella militaba en el PP, y aún
milita, cuando hizo este comentario la noche en la cual el
GIL ganaba las elecciones: “Yo le he dicho a mi hermano que
‘afirme su identidad’. Es decir, que no olvide su
pertenencia a una religión, una etnia...”. Pero el hermano
de aquella mujer, aunque de padres marroquíes, había nacido
en España y se había formado, al igual que su hermana, en
una universidad española y ejercía su carrera entre
nosotros, cual español que es. Aquella mujer, en vez de
expresarse así, debió mostrar su alegría porque su hermano
disfrutara de dos pertenencias evidentes. Y, como ella,
debería poder asumir las dos. Y digo dos por simplificar,
pues en la personalidad de ambos hay muchos más componentes.
Ya se trate de la lengua, de las creencias, de la forma de
vivir, de las relaciones familiares o de los gustos
artísticos o culinarios...
En ambos casos, las influencias españolas, europeas,
occidentales, se mezclan en ellos con otras bereberes,
africanas, musulmanas... Una situación enriquecedora si los
dos se sienten libres para vivirla en su plenitud. Lo cual
me consta que suelen hacer, porque les gusta asumir toda su
diversidad. Si bien, conviene decirlo, están expuestos a que
cada vez que se confiesan españoles haya quienes los miran
como traidores, y asimismo cuando manifiestan lo que les une
a Marruecos, a su historia, su cultura y su religión son
blancos de la incomprensión, la desconfianza o la
hostilidad. Pero esas críticas, procedentes de fanáticos y
xenófobos de ambos lados, no consiguen hacer mella en ellos.
Me imagino que habrá muchos otros casos similares, que
ayudan, indudablemente, a ese modelo de convivencia reinante
entre nosotros y de la que Juan José Millás,
periodista y escritor, a su paso por Ceuta, le dijo a
Gonzalo Testa, en una magnífica entrevista, que
terminará imponiéndose en el mundo que se avecina.
Lo contrario a lo dicho, es cuando a las personas se las
conmina a elegir y estas ceden por miedo a ser señaladas por
el dedo acusador. Y no sólo cumplen ese papel
desestabilizador los fanáticos y xenófobos, sino también
todos nosotros, en bastantes ocasiones. Lo que va calando en
una juventud que se deja conducir por esa concepción
estrecha que todo lo reduce a una sola pertenencia que suele
proclamarse apasionadamente ante cualquier reivindicación.
Los electores han expresado en las urnas, una vez más, que
desean ser presididos por Vivas. Y lo han hecho, al
margen de su buena gestión y de su habilidad para meterse
por los ojos de la gente, porque lo ven como la persona
moderada y dialogante, cuya obsesión ha sido siempre aunar
voluntades entre partes discrepantes. Un modo de actuar que
en esta ciudad, pequeña pero compleja donde las haya, se
hace cada vez más necesario. Y es así, entre otras razones,
porque en una parte principal de la periferia se ha impuesto
Mohamed Alí.
Un político sabedor de lo que quiere y que ha mantenido la
confianza de sus votantes, además de ganarse a procedentes
de otros partidos. Un hecho que le ha permitido obtener
cuatro escaños. Algo que debería ser sopesado por los
gobernantes del PP. Y, sobre todo, por su líder
indiscutible: Vivas. Pues alguien capaz de conseguir tales
resultados, sin haber disfrutado de parcelas de poder,
merece ser tenido muy en cuenta. De lo contrario, si las
posturas de unos y otros se mantienen bajo el predominio de
la soberbia y la desmesura orgullosa, la mayoría absoluta
puede ser un remedio a corto plazo. Porque no siempre estará
Vivas para reventar las urnas. A éste, precisamente, le
corresponde evitar que el victimismo inflame el discurso de
algún cabecilla. Vivas y Alí están destinados a entenderse.
Una recomendación: lean ambos, si a bien lo tienen,
Identidades asesinas. De Amin Maalouf.
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