A mí me gustaba de lo lindo ir al
Metropolitano. Un estadio situado en el madrileño barrio de
Cuatro Caminos. Un recinto que estaba apuntalado por todos
los sitios, que de viejo se caía a pedazos; pero era un
escenario donde el fútbol se disfrutaba de manera muy
especial.
Aún recuerdo aquella tarde de agosto, de 1964, cuando el
viejo campo presentaba un lleno impresionante. Estaba
anunciada la presentación de Armando Ufarte y el
rival elegido era la Real Sociedad. De pronto, los altavoces
dieron la noticia: Ufarte no había llegado a tiempo para
actuar. Y la desilusión cundió entre los espectadores.
Sin embargo, en aquel partido destacó sobremanera Amat:
extremo realista que le hizo diabluras a Calleja; uno
de los más grandes laterales de la historia del fútbol
español. Aquel atlético de los Madinabeitia,
Rivilla, Griffa, Jones, Collar,
Peiró, Adelardo, Mendoza, etc, andaba siempre en
números rojos y los jugadores cobraban cuando buenamente
podía pagar el club.
Muchas veces, debido a mi amistad con Medina, jugador
extremeño en las filas rojiblanca, visitaba la sede
atlética. La cual estaba en un piso de una casa de la calle
del Barquillo. Una casa que olía a cocido y a meadas de
gato. Con una escalera de madera que al pisarla crujía de
forma que hasta las ratas se asustaban y se dejaban ver en
su correr frenético.
A pesar de todo, allí estaba Valderas; con sus cien
kilos de peso y su amor por un equipo que había sido fundado
por unos vascos residentes en Madrid. Porque el atlético,
por más que los haya dispuestos a ocultarlo, nació como una
sucursal de los leones de San Mamés. Y adoptó el nombre de
Athletico de Madrid.
Cuando al Gordo Valderas, propietario de un restaurante,
llamado La estrecha, y en el cual se comía la mar de bien,
se le recordaba esa parte de la historia, torcía el gesto y
perdía, por un momento, su tan conocida amabilidad. Tampoco
es menos cierto que luego, cuando en España se prohibió
hacer uso de los extranjerismos, pasó a llamarse Atlético de
Aviación. Un nombre que debió suprimir por orden del
Ministerio del Aire, en 1941. A cuyo ministro le debía el
club muchos favores.
Mi segundo equipo ha sido siempre el Atlético de Madrid.
Aunque haya tenido presidentes como Alfonso Cabeza
y Jesús Gil. Tan alejados de la forma de ser
de Vicente Calderón; quien consiguió darle lustre a una
entidad que venía ya tocada de un ala desde sus fundación.
No se puede ser atlético fetén si no se odia al Madrid.
Dicen quienes supuran por la herida del victimismo. Los
cuales gustan de alardear que son de El Pupas; y creen que
por pertenecer a un equipo desgraciado forman parte de una
casta especial. Una casta que tiene su reserva en la ribera
del Manzanares. Y, claro, en ocasiones, sus componentes
suelen hacer el indio.
El indio lo han hecho muchos atléticos durante la semana
pasada, debido al partido contra el Barcelona. Los atléticos
dieron muestras evidentes de que querían quedarse tuertos
con tal de dejar ciegos a los madridistas. Estuvieron
pidiendo a gritos que sus jugadores no rindieran lo
suficiente para que los azulgrana no perdieran el tren de la
Liga. Daba pena oír los comentarios de Kiko
Narváez, por poner un ejemplo, acerca de su tirria al
equipo merengue.
Todo ello, es decir, todas esas sandeces aireadas por
mediocres que envidian la trayectoria del club más laureado
del mundo, produjo el efecto consiguiente entre los
futbolistas ‘colchoneros’. Sobre todo en Pichu: un
guardameta que hace bueno a Casillas. Pero hay más:
en el pecado llevan la penitencia de seis goles. Y es que el
Barsa sintió vergüenza ajena y optó por darle al Atlético su
merecido. Se lo habían ganado sus seguidores.
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