La andaluza niñería, tres palabras
afortunadas del poeta, López Anglada, resumía la
belleza de una Ceuta de blancas casitas alineadas a un lado
del Estrecho, frente a las de Algeciras, con características
idénticas. Aquella Ceuta, tan celebrada por su poeta en su
día, se ha convertido en una ciudad magnífica. Aunque en su
desarrollo no haya perdido un ápice de magia. Porque sigue
teniendo en propiedad la mar que la circunda y el sol que la
ilumina y la dora.
Uno es consciente que destacar el embellecimiento de la
ciudad no le cae bien a ciertas personas. Lo tachan de
alabanzas injustificadas y hasta se permiten el lujo de
decir que somos unos cursis quienes solemos festejar lo
bonita que está la ciudad. Pero la realidad, que es terca
como una mula, nos permite oír cada día los elogiosos
comentarios de muchos visitantes. Y las comparaciones que
suelen hacer con otras ciudades peninsulares. Luego, claro
es, los que la vivimos, nada más salir de aquí, comprendemos
la suerte que tenemos de habitarla.
Uno entiende, por no ser lelo, que muchos se niegan a
reconocer la evolución de la ciudad, porque no pueden
soportar que el cambio se haya ido produciendo bajo la
presidencia de Juan Vivas. Y es que las ambiciones
políticas sustentan la sinrazón y alimentan el egoísmo.
También es verdad que la extraordinaria transformación de
sus calles y avenidas, la inauguración de nuevos jardines y
paseos, o el remozamiento de otros existentes, no han
coincidido en el tiempo con la Ceuta de los comercios
repletos y sus cajas atiborradas de dinero. De haber sido
así, la felicidad habría sido completa. Pero ya sabemos que
todo no se puede tener. Sobre todo si está de por medio
Endesa.
Lo de Endesa no es de recibo; es injustificable; es
tercermundista. Así comenzaba el editorial de este
periódico, el jueves pasado. Y a partir de ahí, el
editorialista arremetía certeramente contra una Endesa
carente de medios para atender las necesidades de una España
moderna.
El apagón del miércoles me cogió a mí trabajando. Y,
acostumbrado a que Endesa actúe así, no tuve el menor asomo
de sorpresa. Es más, hace tiempo asumí que es parte del
peaje por vivir en esta extraordinaria ciudad. Tampoco me he
inmutado con el apagón del jueves.
Ahora bien, el hecho me hizo recordar lo que ocurría en
tiempos pasados. Sin apenas esfuerzo me trasladé a los años
cuarenta. Y me puse a contarlo en la sobremesa. En aquellos
años, los apagones cortaban a los cirujanos el resuello en
el quirófano; las fábricas dejaban de producir; y las casas
se llenaban de mariposas o velas. La solución estaba, en
casos excepcionales, en contar con la suerte de que
funcionara algo que se llamaba un gasógeno Coventry.
Es verdad que los años cuarenta fueron calamitosos. No había
de nada y lo que había se lo quedaba una minoría poderosa.
Prevalecían las chapuzas. Por lo tanto, no era raro que
mucha gente vistiera de manera andrajosa; que los puentes de
hierro, parece que estoy viendo el de mi pueblo, estuvieran
arreglados con maderas. Que en vez de gasolina, los coches
caminasen gracias a la combustión de leña en los gasógenos.
Que los zapatos tuvieran mil remiendos. Y así podría seguir
enumerando situaciones de una España gris, atrasada,
hambrienta..., que parecía estar dejada de la mano del dios
que había ganado la guerra. Una España donde a cada paso se
hacían restricciones de energía. Con lo cual se acrecentaba
aún más el drama que se vivía. El pueblo a oscuras era, sin
duda, un pueblo sometido a una ceguera que le causaba pánico
y deterioro.
Ceuta, moderna y deseosa de ponerse al frente de las nuevas
tecnologías, no debe permitir que Endesa la oscurezca. Que
la deje, cada dos por tres, sin energía. O sea, que la
devuelva al pasado.
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