Después de haber sido aprobada la
constitución de 1978, que fortalece relaciones pacíficas y
entendimientos posibles, en los últimos tiempos se ha
generado un clima de desasosiego e inseguridades altamente
bochornoso y preocupante. El consenso, algo que debe ser
normal en una sociedad democrática avanzada y que hasta
ahora nos ha propiciado un clima de paz y bienestar, ha
entrado en contradicción con algunos poderes, a mi juicio
más centrados en sus propios intereses que en promover un
acuerdo de progreso capaz de calmar posturas enfrentadas
que, por otra parte, a nada bueno conducen. Puede que nos
convenga recordar que los constituyentes nos dejaron un
sólido cimiento para que, cada poder, contribuya dentro de
la indisoluble unidad, a fortalecer la democracia y el
Estado de Derecho.
Las divisiones se pueden conciliar, solamente hace falta
utilizar homogéneo lenguaje, que lo tenemos, si acaso hay
que ponerlo en valor, agarrados al fuste constitucional que
tiene la norma como ley de leyes. En su letra y espíritu,
honestamente tomada y éticamente digerida, o lo que es lo
igual en justicia bien servida, ya queda por si misma
garantizada la convivencia, por mucha diversidad de culturas
y pueblos que nos habiten. Con la constitución hemos dado el
mayor paso, seguramente por haber aprendido la lección de
que las confrontaciones sangrientas lo único que generan es
sufrimiento. Por ello, no podemos seguir bajo estas
corrientes adversas al consenso, al acuerdo y a los pactos.
Considero, pues, que lo primero que debemos hacer es partir
de la persona, como ser humano que es, y ponerlo en el
centro de todas las preferencias, puesto que su dignidad no
admite desacuerdo, es sagrada y sus derechos inalienables.
Mujeres y hombres tienen los mismos derechos, es un
principio jurídico universal. Esto parece que no admite
discrepancia. Yo así lo deseo. Con cierto logro acaba de ser
recogido en la reciente ley orgánica para la igualdad
efectiva de mujeres y hombres. Ahora bien, no nos quedemos
sólo en la letra de las normas, hay que hacerlas valer,
conjugarlas y conjugarse con ellas, por cierto sin
discriminación alguna, y esforzarse por luchar con valentía
contra las corrientes políticas, económicas y culturales
negativas, destructoras. La negatividad de un bando frente a
la propuesta del otro bando, sin apenas poner oído, está a
la orden del día. La verdad que cuesta entender que no se
actúe de manera conjunta, en cuestiones tan naturales como
puede ser la igualdad de derechos y una convivencia
solidaria entre municipios, provincias y Comunidades
Autónomas, lo que no significa obviar su identidad cultural
e histórica de cada territorio. La disconformidad en todo y
para todo, lo único que hace es desorganizarnos, y un pueblo
desorganizado, genera confusión e inútiles combates. Quizás,
por ello, ahora estemos soportando esta atmósfera de
bochorno, fruto de la sin razón de un debate político
estéril, por cierto calificado como “prebélico” por un
ex-presidente del Gobierno.
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