Me entero de lo tuyo, Luis, cuando
está a punto de celebrarse un acto político en el hotel Tryp.
Me lo cuenta Quico Martel, con la pesadumbre dolorosa
por tu pérdida. Y la noticia me trae a la memoria aquellos
tiempos tan lejanos de la euforia futbolística, cuando ambos
estábamos sometidos a la presión de los aficionados. Eran
los principios de los años ochenta.
Llegaste a mí, un día del verano de la temporada 82-83,
conducido por Eduardo Ayala. Querías hacer la
pretemporada con el equipo y venías a solicitar mi permiso.
Llevabas ya cuatro o cinco temporadas como árbitro de
Primera División, y no había en ti el menor asomo de
engreimiento. Exudabas llaneza y ello te procuraba la
amistad de cuantos tuvimos la suerte de conocerte.
Jamás, durante mis años de entrenador, le había permitido a
nadie que compartiese vestuario conmigo, pero no dudé en
acceder contigo. La razón era bien sencilla: antes de que
Ayala nos presentara ya sabía yo de ti y de cómo te
comportabas en ciertas situaciones.
Verás, Luis, la temporada 81-82, y siendo entrenador del
Portuense, tuve problemas en el Alfonso Murube con Pino
Casado, árbitro que tú conocías muy bien. En el
descanso, bajaste a los vestuarios y tras conversar conmigo
lo justo, fuiste capaz de calmar también a un compañero que
parecía haber perdido el rumbo. De manera que el segundo
tiempo transcurrió con normalidad. Aquella actuación tuya,
unos meses antes de arribar yo a Ceuta, sirvió para que muy
pronto hiciéramos buenas migas.
Nuestras buenas relaciones nos permitían charlar antes de
comenzar los entrenamientos. Esa confianza mutua nos ayudaba
a sincerarnos y hasta desembocaba en los lógicos desahogos
de quienes rumiábamos los problemas y los sinsabores
proporcionados por las derrotas, aciertos en nuestro
cometidos o desaciertos. Que de todo tuvimos aquel año.
Incluso recuerdo cómo nos dábamos los ánimos consiguientes.
Tú comprendías, perfectamente, cuando yo me quejaba de la
falta de medios que tenía la Agrupación Deportiva Ceuta. No
acababa yo de asimilar que uno de los equipos históricos de
aquella Segunda División B, careciera de recinto donde
entrenarse. Máxime cuando el césped del Murube esta
resembrado y se prohibía pisarlo. Y allá que nos íbamos, tú
el primero, dispuestos a dejarnos la piel en el José
Benoliel. Donde caerse y estar al momento como un eccehomo
era una realidad incuestionable. Tampoco te arrugabas a la
hora de hacer carrera continua por caminos de Benzú o sudar
de lo lindo por veredas del monte Hacho. Siempre dando
ánimos a los futbolistas más remisos a someterse a lo que
era trabajar en condiciones detestables.
A mí me agradaba muchísimo oírte decir qué partido ibas a
dirigir esa semana y de qué manera tenías que afrontar las
dificultades que el ambiente o ciertos jugadores te podían
causar. Unas veces hacías de árbitro en el partido de los
jueves y en otras te apuntabas a jugar. Por cierto, que te
defendías, eh, Luis. Y ese saber jugar te permitía conocer
los secretos del juego.
Dada nuestra amistad, cada vez que arbitrabas me tenías con
el oído presto deseando conocer cómo habías salido del
lance. Aunque bien es cierto que no existía mejor crítica
que la tuya cuando me contabas lo sucedido cuarenta y ocho
horas después. Un día, por causa que aún ignoro, nos fuimos
distanciando. Hasta el punto de que dejé de saber de ti. Lo
cual no hizo mella en el afecto que te tenía. Porque tú
eras, Luis, un hombre bueno y cabal. Un tipo formidable. Y,
desde luego, estuviste siete años en Primera División.
Conviene recordarlo. Y a pesar de hecho tan relevante,
amigo, nunca te dio por sacar pecho.
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