Cuidado con presentar la vida al
dios de la inocencia, una legión de hipócritas andan al
acecho, y éstos si que rompen todas las líneas rojas,
dispuestos a morder doquier débil existencia y luego lavarse
las manos como si nada hubiese ocurrido. Sus hazañas, en
esta falsa sociedad del saber, donde unos saben ser más
pillos que otros, son continuas y constantes ¡Cómo salpica
el ventilador de la corrupción! Parece como si nadie
estuviese libre del pecado. Qué pena. La corrupción del
alma, más vergonzosa que la del cuerpo, suele perdernos
entre la fábula y el dolo. Los farsantes ya se encargan de
montarnos el teatro, prometiéndonos días de gloria para
siempre. Rechazo su invitación.
Lo que pasa en este coliseo de títeres, es que se cuidan
mucho los gestos para no dar que pensar. Y así, lo que
pudieran parecer vestiduras áureas y brillantes que dejan
entrever una personalidad notable, en cuanto a níveo corazón
y señorial sentimiento, esconden tras de sí, espíritus
engañadores en boca de doctrinas diabólicas. En realidad
estos falsarios lo que ellos sueñan es poseer el mundo a sus
pies y a nosotros como servidores. Claro, ahora comprendo,
porque el mismísimo Dios es un estorbo para sus poderes.
Suelen esconderse en una tolerancia que no es tal, sino pura
hipocresía, en unas libertades fingidas y en una justicia
que donde verdaderamente funciona suele ser en el sector de
los excluidos. Vista la epidemia de enredadores que nos
rondan, uno llega a sentir verdadera nostalgia de un mundo
más poético; un mundo donde los seres humanos cultiven la
autenticidad sin miedo a nada, donde las acciones se
correspondan con la ética, la ética con la estética y las
ideas con la coherente sabiduría. Un conocimiento que
debiera ser un bien público de obligado cumplimiento en
todas las sociedades para no caer en las envenenadas redes
de los farsantes.
De un tiempo a esta parte, lo que se ha avivado es la imagen
de conflicto endémico, el desconcierto sistemático, el caos
y el desorden mayúsculo, la confusión y la desorganización
permanente. Sólo hay que sentarse un rato en el andén de la
vida y ver lo que pasa. Ya no digo nada cuando la noche
llega y comienzan los insensibles lobos sus batidas,
dispuestos a tomar la calle como suya y también nuestras
habitaciones del silencio. Imagínense lo que nos puede
deparar el futuro, sino alumbramos otro tipo de conciencias
más sanas. Por lo pronto, algunos padres desesperados ya no
pueden más y tienen que denunciar el maltrato que sufren por
parte de sus propios hijos. Lo peor es que la escuela puede
corregir bien poco estas salvajadas, cuando el mundo de los
deberes apenas existe en el aluvión de derechos. Perdido el
norte de las obligaciones, la honradez y el respeto, no hay
brújula educacional que nos salve del cataclismo. La verdad
es que la ciudadanía en una sociedad que potencia las
apariencias, donde nadie se fía de nadie, es poco
reeducadora. Más bien lo empeora todo.
La colectividad irradia más vicio que virtudes y más actitud
hipócrita que modos sinceros. Así crecen las maldades. O
sea, la fantasía ideológica. Lo más reciente, la supuesta
tumba de Jesús. Menos mal que al final todo sale a la luz,
incluso las cosas más recónditas y secretas. Los aguijones
del fingimiento, de la manipulación descarada, son un mal
del siglo. Siguen clavándose en conciencias débiles, en
aquellas mal cultivadas o educadas. Por ello, nos hace falta
más que nunca una sólida formación para el discernimiento.
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