La realidad española, a nivel
informativos, parece haberse convertido en un
inconmensurable suceso. Será porque, los políticos, aburren
hasta la náusea con su convencionalismo y esa especie de
contención pausada, que debe de ser pactada, porque, hasta
cuando discuten suenas pacatos y se echa desesperadamente en
falta el verbo racial de un Don Manuel Fraga o de un Alfonso
Guerra, dos tipos que, cada vez que movían la sinhueso,
daban con cada frase, material para un titular.
Los de las televisiones saben que, la única manera de que,
los anunciantes se publiciten y les den dinero a ganar es, o
con morbo, sangre y crímenes abominables, o con casquería
del corazón y chismografía y chusmografía de cola del
supermercado. Pero, dentro de la crónica negra cotidiana,
hay sucesos que hielan las tripas más que otros. Y que
escuecen como una quemadura de tercer grado. Hablo, en este
caso, del asesinato del anciano sacerdote de Murcia, un
pobre cura que se gastaba sus escasos haberes en socorrer a
todo aquel que acudía a su casita. ¿Con qué medios podía
contar el hombre de Dios? En absoluto con los fondos de la
banca Vaticana, ni con los dineros del Obispado, su
pensioncilla miserable, que, seguramente no llegaba a los
quinientos euros y las pocas limosnas que conseguía rascar
de los vecinos caritativos, no para gastárselas en el bingo,
sino para materializarlas en pan y leche, en los avíos para
los bocadillos de los pobres que llegaran mendigando un
mendrugo y en poner malamente un puchero para que, las
criaturas, se reconfortaran el pecho con un caldito
caliente. Dicen que, el viejo sacerdote, para dar lo poco
que tenía, pasaba hambre, que si tenía que brindar su catre
a un desheredado no lo dudaba y dormía en una silla y los
escasos euros se evaporaban en manos desesperadas. “Dar de
comer al hambriento. Dar posada al peregrino…”. Y si me lee
mi hermano Hamadi Amar Mohamed, Mario, que tanto sabe del
verbo “dar a quien nada tiene”, sabe como musulmán, las
tripas con las que, como cristiana, estoy escribiendo estas
frases. Porque el viejete fue encontrado por una vecina
maniatado a una silla, torturado y asesinado. Precisamente
por aquellos a los que ofrecía, sin dudarlo, el último
cuenco de puchero, aunque el sacerdote se acostara aquella
noche sin más alimento, o con el inmenso alimento de un
padrenuestro y tres Avemarías, que dicen que, la oración,
llena el alma y el estómago vacío y sacia el espíritu como
el manjar más exquisito. Pero la barriga cruje y, al día
siguiente, el poco de café se le da también a otro, que eran
muchos quienes acudían a lomos de la miseria y tocar a las
puertas del padre cura.
¿Qué quienes le asesinaron? Pues tres hijos de puta, que el
buen Dios confunda sus almas, un español y dos rumanos que
habrían ido a la humilde casa en busca de limosna y, pese a
ver lo que allí se cocía, la necesidad, la pobreza que se
respiraba en la morada del siervo del Señor, no dudaron en
maniatar al viejo, hacerle sufrir y matarle. ¿Para que?
¿Pensaban tal vez que el anciano guardaba en una caja fuerte
los dineros de la diócesis? De que, nada tenía, eran
conscientes esos cerdos psicópatas, de que, caso de haber
tenido lo hubiera dado, como siempre, eran conscientes
también. ¿Para que el mal por el mal? Como diríamos nosotros
y lo digo con el alma ¡Malditos sean los muertos arrastráos
de los asesinos! Y tan solo les deseo que, en el talego, con
el código moral que tienen los presos, todos se enteren del
por qué están allí, que les van a meter la mundial. Pero, ni
la justicia más poética me apaga el helor al figurarme los
últimos momentos de la vida del viejo cura. El terror que
sentiría el anciano ante esa Vía Dolorosa, por mucho que se
identificara con aquel judío de treinta y tres años que
también fue torturado por no hacer más que el bien y enseñar
una doctrina de amor. Hiel y acíbar endulzadas hasta ser
malvasía, con el último padrenuestro. Porque sé que, el
hombre de Dios murió con una oración en los labios. Y el
perdón en su corazón.
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