A veces, desearía poseer amplios
conocimientos teológicos y ser, en lugar de una cateta
rifeña-calorra, una dama preciosista o un claro exponente
del hombre del Renacimiento. Pero hay lo que hay y tengo que
elucubrar, argumentar, opinar y exponer sentires utilizando
las escasas herramientas que poseo y me refiero a
habilidades intelectuales, que no al grasiento teclado de mi
renqueante ordenador. No soy teóloga, malamente superé un
par de cursos de letras allá por lo ochenta en el nocturno y
mi carrera de leyes fue tan solo una excusa para prolongar
mi adolescencia, paseando el Romano y los procesales y
tomando anfetaminas, libremente dispensadas en botica ¡Ay,
los setenta!.
Los setenta. Donde, al Colegio Mayor Jesús María, la
directora, que era una marquesa de Ibarra metida a monja,
invitaba a los llamados “curas obreros” en plan muy
clandestino, haciéndose la proletaria monjil y la moderna
con toca. Así nos obligaba a las residentes, de cuando en
cuando y si no podíamos escaquearnos, a soportar las
fulminaciones de unos extraños individuos, disfrazados de
“clase obrera” que alardeaban de ser rojos, hablaban con la
manida y amuermante terminología del “arriba parias de la
tierra, en pie famélica legión”. En lugar de disertar,
mitineaban, hacían de la lucha de clases y de la cursi
teología de la Liberación seña de identidad y encima se
autodenominaban “curas”. Yo tendría diecinueve años y una
catetería rifeña duramente mamada del terruño pero, pese a
mis pocas luces, aquellos especimenes amargados,
reivindicativos y que asemejaban perpetuamente irritados, me
parecían cualquier cosa antes que sacerdotes. Serían
proletarios, comunistas, políticos, demagogos de asamblea
rojil o panfleteros, pero ni rozar al concepto de hombres de
Dios. Eran mamarrachos, hacían sentir vergüenza ajena,
abochornaban con sus insensateces e irritaba profundamente
el que, se prevalieran de su condición sacerdotal para
hacerse oír.
No soy una experta en las Sagradas Escrituras, para empezar
no domino ni el hebreo ni el arameo que son las lenguas de
Nuestro Señor. Pero, ese joven judío al que asesinaron a los
treinta y tres años , dentro de su Palabra, que escribió el
curso de nuestra Historia, aconsejaba a aquellos que
escandalizaran a los pequeñuelos el atarse al cuello una
rueda de molino y arrojarse al mar. Y, aunque las
adolescentes de aquellos tiempos, no éramos pequeñuelas,
aquellas boñigas con jersey raído y discurso absurdo, bien
hubieran hecho, no en alargarse a la Mancha para arramplar
con la rueda de un molino y arrojarse a la mar a la altura
de Almuñecar, sino en irse directamente a la mierda, por
indignos, por asquerosos y por locos. Adjetivos que hago
extensivos a los del vodevill histriónico, de la clausurada
parroquia de San Carlos Borromeo de Madrid, payasos
pontificadores, como lo fueran aquellos curas rojos de
infausto recuerdo que parecían tan preocupados en agitar y
reivindicar que no tenían puto tiempo para dedicarse a rezar
y a ser buenos pastores, hombres de paz, mensajeros del amor
y de la concordia y auténticos sacerdotes católicos, con el
rango, el poderío, el inmenso respeto y la intrínseca
dignidad que ello conlleva.
El imbécil del cura de la parroquia clausurada es tan
rupturista, tan moderno y tan exhibicionista, que da la
comunión con rosquillas, comete el acto, para mí sacrílego,
de inventarse una liturgia a la medida de la casquería
televisiva, mezclando alegremente los sacramentos con la
lectura de libros de otras religiones, porque a él le sale
de sus pelotas el desvirtuar el catolicismo y meterse a
pajillero de cultos, ritos y rituales, dignísimos en sus
respectivos entornos, pero que no son católicos… Y mañana
les explicaré por qué le voy a denunciar, amen de
aconsejarle el por qué debe ir buscando una buena rueda de
molino.
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