Hay dos formas, en mi caso, de
escribir y dado que estoy a más de mil cien kilómetros de
Ceuta, ciudad querida, intento aprovechar los recursos
locales aunando, como suele decirse, el culo con las patas.
Dicho de una forma más fina: la consulta a la biblioteca con
la investigación de campo. Como su nombre indica la
toponimia hace referencia al origen y significado de los
nombres de un lugar, así que a fin de ser fiel a mí destino
asumiendo el gastado papel de “alcántara” (castellanizada
palabra árabe –y topónimo evidente- que significa “el
puente”) sigo “p´alante”. Ocurrióseme felizmente este
artículo tras un chapuzón en las frías aguas del Agüeira, a
su paso bajo el puente de La Coba y mientras les explicaba a
mis catorce compañeros de aventuras de estos días la comarca
que atravesábamos. Cerca de setenta kilómetros en cuatro
espléndidos días de primavera, en los que el arriba firmante
hizo cumplido honor a las características de su zodiaco
(“Capricornio”, ¡qué otra cosa podía ser), retozando cual
macho cabrío (popularmente conocidos como “cabrones”) entre
riscos y veredas, a la fresca sombra de robles, castaños y
abedules que, por estas bellas y agrestes tierras del norte
asturgalaico, llámense “vidueiras”.
¿Han buceado ustedes en el significado de sus apellidos?.
Háganlo, es muy divertido aunque en Europa, más tarde o más
temprano, podemos encontrarnos con un gabacho en el baúl de
la bisabuela, fruto de los apasionados amores de alguna de
nuestros ancestros con un bizarro y lujurioso guerrero
napoleónico. Ni se asusten ni se ofendan. ¡Pasa en las
mejores familias!. Volviendo a esta fértil, acogedora y
tolerante tierriña, hay precisamente un jocoso dicho sobre
amores presuntamente prohibidos (porque, como las “meigas”,
haberlos habíalos) que decía: “En casa del señor cura dicen
que solo hay una cama. Si en la cama duerme el cura, ¿dónde
coño duerme el ama?.
En lo que Asturias se refiere, la otra parte histórica del
país (la España mora) también dejó su huella en el
subconsciente colectivo, aparte claro está de las ruinas del
cementerio próximo a Luarca (la blanca villa de la Costa
Verde, patria chica del Premio Nóbel Severo Ochoa) en la que
están enterrados centenares de “Regulares” y “harkeños”
caídos en la Guerra Civil. Así, en mi entrañable Gijonín
(cariñoso diminutivo de Gijón) hay nada más y nada menos que
dos calles conocidas como “De los moros” y “Munuza”,
castellanizado de Muza; a la altura de Cadavedo está la
pintoresca localidad de “Villademoros” y, casi en la visual
desde donde escribo, a la altura del complejo de túmulos de
Brañavella se encuentra, asómbrense, el galleguizado “Cortín
dos Mouros”. Hablando con los paisanos resulta que lo más
antiguo que recuerdan de la región no son, ni muchos menos,
las peleonas tribus de pèsicos o astures ni, tampoco, la
época romana: aquí, para decir de algo que es muy, pero que
muy viejo o antiguo, dícese “del tiempo los moros”.
Acabo y vóime a por el reglamentario chupito de buen orujo a
la cercana y rústica cantina, donde aun luce en su cerámica
la célebre frase de Voltaire: “he decidido hacer lo que me
gusta, porque es bueno para la salud”. Y si, amigos, os
acercáis por estos lares pisar con respeto por los senderos,
o dicho al modo romano: “Viajero, que de tu paso por el
camino solo se sienta el liviano hollar en el césped
alfombrado”.
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