Es Jueves Santo, y ante mí, a la
hora de escribir, está gran parte de la información
relacionada con el cierre del templo de San Carlos de
Borromeo, acusado por innumerables denuncias de cometer
“profanaciones y sacrilegios, como “consagrar rosquillas” o
impartir “absoluciones colectivas”. La citada parroquia,
perteneciente al madrileño barrio de Vallecas, ha caído en
desgracia ante el Vaticano. Las delaciones de los curas
tradicionales, conservadores a ultranza, han conseguido que
el Papa dijera hasta aquí hemos he llegado y los
experimentos con gaseosa y no con la liturgia.
A mí me hubiera gustado, lo indecible, haber asistido a la
comunión de todos esos pobres y marginados, convencidos, por
qué no, de que en las rosquillas consagradas están realmente
la carne y la sangre de Jesucristo. Lo mismo que en esas
obleas, de pan ácimo, que yo birlaba cuando siendo
monaguillo tenía acceso a ellas en la sacristía de la
capilla de las Escuelas de la Sagrada Familia.
Dicen algunos teólogos que la estructura de la Iglesia
necesita una renovación de la curia romana, que deje mayor
libertad a los diferentes católicos, para que no se sientan
dominados por esa curia y decidan sin tener siempre que
esperar a lo que dice Roma.
No es con la severidad la mejor manera de recuperar fieles,
sino que ha de existir la condescendencia como medio capaz
de generar ilusiones en quienes sin haber perdido la fe
necesitan que la Iglesia permita que piensen y no que callen
a todo lo que mande.
Una autoridad eclesiástica, declaraba meses atrás, que “Hoy
la Iglesia no está presente en la sociedad, y, lo que es
peor, lo está de modo inadecuado, cuando no ridículo”. Y
todavía no he oído ni leído que haya sido contradicho
públicamente. Ni siquiera amonestado. Debe de ser, he aquí
mi duda, porque su cargo representa mucho en la vida de una
región cuya fuerza en España es indiscutible.
No es igual, un suponer, ser Abad de Montserrat que cura en
en Vallecas. Un cura, además, que viste pantalones vaqueros
y dice cosas así: “Nosotros disentimos con los obispos, con
los banqueros, con el capitalismo...”. Quien habla así, se
llama Baeza, y forma parte del trío de sacerdotes de
barrio que se las están teniendo tiesas con sus superiores.
Tales declaraciones han servido para que, inmediatamente, se
les considere curas rojos. Con lo que ello significa en los
tiempos que corren: un certificado de mala conducta y un
rechazo total de la Cope a cuanto quieran hacer o decir. No
en vano se están comportando como lo hacían los miembros de
la Iglesia primitiva. Quienes predicaban el amor, y no el
ordeno y mando.
La cosa viene de lejos, desde 1994, pero ellos confiaban en
que las denuncias llegadas al Vaticano siguieran sin
prosperar. Mas se han encontrado con que Benedicto XVI,
inflexible en la liturgia, ha ordenado el cierre de la
parroquia madrileña de los marginados. Y en el barrio se ha
armado la tremolina. Puesto que en la iglesia de San Carlos
Borromeo encuentran refugio y consuelo, material y
espiritual, 180 personas. Necesitadas todas de atención
permanente.
Javier Baeza, Enrique de Castro y Pepe Díaz,
que así se llaman los curas de Vallecas, no se cansan de
decir que no guerrean contra el arzobispado. Mas no caen en
la cuenta de que hacerlo contra los poderosos, es decir,
contra los obispos y los ricos, les ha puesto en el punto de
mira de quienes los ven como un peligro que ha venido
gozando de muchas contemplaciones y que ha llegado ya la
hora de cortar por lo sano. Y si no aceptan un carguito en
Cáritas, mucho me temo que pasen a engrosar la lista de esos
marginados a los que ellos han venido cuidando. Como mandan
los Evangelios.
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