Una vez más, en estos días de la
Semana Santa, todas las televisiones nos muestran el llorar
desconsolado de muchos cofrades por mor de una lluvia que
les impide a sus hermandades sacar en procesión a sus
imágenes. Son escenas que se vienen repitiendo cada año y
que nunca cederán, debido al mal tiempo que suele reinar en
una primavera donde las aguas torrenciales forman parte de
la estación.
Uno entiende la pena que aflige, ante la imposibilidad de
salir los tronos del templo, a quienes viven muchos meses
deseando la llegada de un momento crucial en la vida de todo
cofrade, cuya finalidad consiste en sacar a la calle sus
pasos y lucirlos con el fin de que la comparación con los de
otras hermandades les posibilite la ocasión de
enorgullecerse. Es una forma más de vivir intensamente la
militancia en una hermandad.
Es también, sin duda, una forma de “catolicismo a la
española”. Ese catolicismo especial que no puede compararse
con el de cualquier inglés, francés o alemán. Pero la cosa
viene de lejos. Por ejemplo: Cervantes, en una de sus
novelas -Rinconete y Cortadillo-, nos ofrece
este diálogo.
-¿Es vuesa merced por ventura ladrón?
-Sí -respondió él-. Para servir a Dios y a las buenas
gentes.
Del mandamiento “No matarás”, el católico español es
retratado así en un capítulo de Los siete pecados capitales
de Fernando Díaz-Plaja. En unas memorias del siglo
XVII cuenta el protagonista que su enemigo derribado le
gritó: “No me mates por la Virgen del Carmen”. Y él
contestó: “Has tenido suerte...: has nombrado a mi virgen y
eso te salva. Si apelas a otra, no sales vivo”. Tales
anécdotas, indudablemente, nos retratan como católicos
especiales a una mayoría ciudadana de una España tenida como
la reserva espiritual de Europa.
Durante los años de la postguerra, cuando el hambre canina
estaba instalada en nueve de cada diez familias, y los
tísicos eran muchos, y bastantes mujeres hacían de la
prostitución su medio de vida, éstas se veían rezando a Dios
en las iglesias cercanas al barrio donde vivían, antes de
“hacer la carrera”, para que el negocio les saliera bien. Lo
cual, además de contarlo Díaz-Plaja, lo he visto yo con mis
propios ojos.
En España, tierra de santos y mártires, es verdad que lo
mismo puede surgir el católico doctrinal y convencido, que
incluso va más allá de los preceptos divinos y se dirige a
los animales llamándoles “hermanos”, cual es el caso de San
Francisco de Asís, que aparece asimismo el “católico
especial” al que nos estamos refiriendo.
Católicos que nunca han sentido la necesidad de leer ni un
solo pasaje de la Biblia y que se han ido conformando, si
acaso, con las cuatro cosillas de andar por casa. Eso sí,
nada más llegar tan señalada semana, se transforman para
vivirla con una exaltación que produce asombro. El mismo que
me produjo a mí, hace ya veintitantos años, una situación
que nunca me canso de contarla.
Tenía yo un amigo, de vasta cultura, adquirida en
bibliotecas y en su trato frecuente con personajes
relevantes que confiaban en su intuición. Una intuición que
le permitía pronosticar desenlaces. Y en vista de que
acertaba muchas veces, sus consejos eran bien remunerados.
Mi amigo despotricaba continuamente contra la religión y
tampoco dejaba entrever ninguna confianza en Dios. Más bien
todo lo contrario. Un día, cuando estaba a punto de diñarla,
me senté junto a la cabecera de su cama. De pronto, me
regaló un crucifijo que apretaba entre su manos. Y ante mi
estupor, me dijo lo siguiente: “Lo he llevado siempre en el
bolsillo derecho del pantalón y casi siempre sujeto por mi
mano. Otro ejemplo de “catolicismo a la española”.
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