José Manuel Rincón es
compañero en este periódico y con él suelo yo intercambiar
impresiones casi todos los días. En ocasiones, muchas, nos
gastamos bromas para darle un regate a la monotonía de los
saludos de rigor. Solemos respetarnos los momentos en los
cuales nuestros semblantes evidencian que no está el horno
para bollos. Aunque bien pronto, a pesar de nuestros
pesares, conseguimos romper el hielo y hasta nos
reconfortamos en la medida que ambos podamos.
La Semana Santa es siempre un momento crucial en la vida de
JMR. Se le nota a la legua que vive intensamente este tiempo
de pasión. No hace falta ser muy observador para darse
cuenta de que la llegada de la Pascua lo excita y le hace
vivir días emocionantes.
Pepe, pues así lo suelo nominar yo, es el encargado de darle
vida a todos los cuadernillos especiales y, por supuesto, es
el hacedor de los suplementos de las fiestas y
acontecimientos tradicionales. Ni que decir tiene que cada
vez los hace mejor y suscita más interés.
Aun así, sería absurdo ignorar que Pepe siente debilidad por
contarnos el desfile de cofradías de Penitencia por las
calles de su pueblo. Tronos de andar pausado y mayestático,
para pasear Vírgenes de Dolor y Cristos atormentados.
Interrumpidos su caminar por la voz desgarrada que ofrece
una saeta a fin de romper el ensimismamiento de quienes
tienen todos los sentidos depositados en sus imágenes
predilectas.
A Pepe Rincón se le humedecen los ojos cuando se le recuerda
la primera salida en procesión con su hijo. Cuando apenas se
mantenía en pie. Ocurrió en noche donde los olores a
incienso lo impregnaban todo y la flor de los naranjos
sudaban aromas que embotaban los sentidos.
Menos mal que la brisa de la Ceuta marinera aliviaba de vez
en vez el aturdimiento de tanta devoción ancestral. Yo fui
testigo de aquel instante. Gracias a la televisión.
Conocedor de que a mi compañero de periódico le chiflan las
anécdotas de Semana Santa, un día, de no ha mucho, le conté
la historia de Juan Araujo, ex jugador del Sevilla,
con Jesús del Gran Poder. La que, relatada por el maestro
Antonio Burgos, es capaz de hacer que se haga paz allá
donde sólo hay guerras y los odios se truequen en lágrimas
de reconciliación. Y ahora, Pepe me la ha recordado. Fue la
semana pasada, cuando me hablaba, gozoso, de las muchas
colaboraciones que había recibido para el especial de la
Semana Santa. Y, de paso, me hizo la pregunta:
-¿Irás a ver las procesiones?...
Mi respuesta fue tan rápida como absurda: “He perdido la fe,
Pepe...”.
Me contestó atinadamente. Con laconismo de penitente:
-Es una pena.
Respuesta merecida a otra respuesta tan innecesaria como a
destiempo: la que yo le había dado a un hombre amante de un
rito ancestral que trata de inculcar a sus hijos. Un hombre
que anhela cada año la salida de las imágenes por las calles
de su tierra. Y que no merecía mi salida de tono.
Por esa metedura de pata, he decidido, estimado Pepe,
decirte que hubo una época en la cual, sin llegar a sentir
la Semana Mayor como tú, por ser imposible igualarte, yo me
daba patadas en el trasero para ir detrás del Nazareno entre
jarcias y velas, con la idea de verlo asomarse al mar con el
primer sol de la mañana; también deseaba fervientemente que
llegase el momento para contemplar el paso solemne del
Cristo de la Misericordia por el castillo de San Marcos. Yo,
amigo Pepe, recuerdo haber invocado a la Virgen de la
Soledad, con su largo manto negro recamado de estrellas,
ante la puerta de la Iglesia Mayor Prioral.
Ojalá que la lluvia no empañe tus deseos de cofrade.
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