Ahora cuando tanto se avivan las
procesiones, sólo hay que ver la intensa participación del
pueblo en los ritos de Semana Santa; otra cuestión es que
recorramos ese camino unidos y que miremos a ese Cristo
traspasado en la cruz, desde lo más hondo, para sentir ese
amor puro con que Dios nos envuelve, y envolvernos en él,
buscando exclusivamente el bien del hermano, como
acertadamente dice el lenguaje cofrade, que no es otro bien
que el del prójimo. No es de extrañar que, entre los
mártires, muchos hayan encontrado en el corazón de Jesús la
expresión más conmovedora de este misterio de amor. Ellos
son el testimonio de esa cruz que han tomado con apasionado
deseo, llegando a experimentar un gozo tan intenso que
convierte en leves incluso los sacrificios más duros.
La herencia de estos valientes testigos de la fe que son los
mártires, (“archivos de la Verdad escritos con letras de
sangre” (Catecismo de la Iglesia católica, 2474), nos ha
legado un patrimonio que habla con una voz más fuerte que la
de la indiferencia vergonzante. Detrás de cada uno de ellos
hay una historia personal, un nombre y un apellido propio,
unas circunstancias que lo llevaron a un modelo de vida.
Pienso que su manifestación es un buen apoyo y un saludable
horizonte, para ver lo que hay detrás de ese recorrido
procesional y, así, afianzar nuestros compromisos
cristianos. Son los pequeños acontecimientos concretos de
cada día, los actos de amor verdadero, la mejor manera de
aceptar y de dejarnos atraer por la cruz.
Las procesiones no son un “invento” de los cofrades, o un
mero espectáculo o acto folclórico; son expresiones
ancestrales de un despertar al sentimiento religioso, es la
manifestación de la fe de un pueblo. Así lo debemos ver y
vivir, como lo vivieron los mártires de ayer y los de hoy;
puesto que cada día surge la posibilidad de seguir
padeciendo sufrimientos por amor de Cristo. “Los cristianos
siempre y en todo lugar han de estar dispuestos a difundir
la luz de la vida, que es Cristo, incluso hasta el
derramamiento de sangre” (cf. Dignitatis humamae, 14). Sin
duda, estos mártires deben ser un estímulo para todos los
cofrades, especialmente para todo el pueblo que sale a la
calle en estos días a recibir los misterios de la cruz.
Junto a ellos, permanecen vivos estos testigos que han de
tomarse como referente. La persecución que sufrió nuestra
Iglesia y las distintas órdenes religiosas de nuestro país,
nos revela su santidad de morir perdonando.
De todos los mártires se puede sacar una enseñanza para
estos tiempos actuales, aceptando el amor de la cruz lo
difundieron a su alrededor con cada gesto y con cada
palabra. No les importó poner a riesgo su vida, traspasados
por el amor a Jesús abrieron su corazón a los demás. Su
ejemplo nos debe llevar a seguir en procesión su camino, que
no es otro que el de la cruz; el de luchar contra toda forma
de desprecio de la vida y de explotación de la persona, y el
de aliviar los dramas de la soledad y del abandono de muchas
personas.
Que la Semana Santa sea eso, santa semana, una experiencia
renovada del amor de Dios que se nos ha dado en Cristo, amor
que dieron los mártires y que hoy, como ayer y también como
mañana, debemos seguir dando especialmente al que sufre los
bochornos de esta sociedad del falso bienestar y al
necesitado de ese amor puro cada día más escaso hasta en la
propia familia, desgajada por los rayos de la mentira. La
lección de los mártires puede ayudarnos a saber mirar los
tronos con el lenguaje del alma, puesto que no se veneran
por lo que son, sino por lo que representan. Ver la cruz con
los ojos del amor, como ellos la vieron, es un verso en otro
verso irrepetible, un poema que nos trasciende, una lección
de amor divino que nos enseña cómo han de amarse los
humanos. De lo contrario, la semántica de hermanos se queda
sólo en el continente, vacía de contenidos.
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