Se llaman Ngagny, Ousman, Modou y Saba y son senegaleses.
Tienen oficialmente diecisiete (los dos primeros), quince y
doce años, según las pruebas antropométricas que se les
realizaron el verano pasado en Canarias, donde desembarcaron
tras viajar durante más de una semana junto a centenares de
compatriotas en pateras en las que estuvieron a punto de
perder la vida y el juicio.
En el archipiélago pasaron entre cinco y tres meses, según
el caso, esperando el momento en el que un avión los
trasladase a la península para llegar a Barcelona, su sueño
africano, una ciudad ideal, según siguen pensando ahora,
para “cambiar nuestra vida”. Sin embargo, cuando a finales
de septiembre del año pasado los representantes de las
Comunidades Autónomas en el Consejo Superior de la
Inmigración manifestaron su disposición a acoger a parte de
los cerca de mil inmigrantes menores de edad no acompañados
(MENA) que llegaron a las islas en 2006, cuando no estaban
preparadas para atender a más de cien, a ellos les tocó
volver a África.
Lo recuerdan ahora, con una sonrisa, los miembros del equipo
técnico del centro Mediterráneo [además de este en Ceuta hay
otros dos, con una capacidad máxima operativa en total para
albergar a unos 200 menores extranjeros], unas instalaciones
con casi dos décadas de antigüedad destinadas en principio a
acoger menores de edad ceutíes que, en función de las
necesidades del momento, también alberga jóvenes
inmigrantes. Ahora mismo conviven en él subsaharianos,
asiáticos, magrebíes y españoles de ambos sexos con menos de
18 años.
“Los chavales subsaharianos llevan la península en la cabeza
y, cuando aterrizaron en Ceuta [previo viaje en helicóptero
desde Málaga], otra vez con el Estrecho de Gibraltar de por
medio, lo vivieron como un engaño, tal vez también por falta
de información”, explican en el centro.
El caso es que cuando los cuatro senegaleses llegaron a la
ciudad autónoma, tres de ellos en noviembre y otros dos en
enero [el que falta del grupo fue trasladado al Centro de
Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) local en diciembre
al cumplir 18 años] no quisieron ni deshacer sus maletas.
Con los rudimentos de español que habían aprendido en
Canarias se plantaron en el despacho del director del centro
y le dijeron que no, que no habían pasado todo lo que habían
pasado para volver a África, aunque fuese en helicóptero,
otra vez con el mar entre ellos y la utopía europea.
Ahora, aún sin mucha ilusión, se confiesan más contentos.
“No me gusta Ceuta, me gusta este centro; tengo amigos,
compañeros...”, dice entre las risas de los técnicos del
centro Ousman, extrovertido, que hilvana frases en español
mucho mejor que sus compañeros, con quienes ejerce sin pudor
de traductor. En las instalaciones ceutíes él y los demás
menores reciben ropa, calzado, champú, pasta de dientes y
todo lo necesario para cubrir sus necesidades básicas.
Además, los viernes, cinco euros por cabeza que el grupo
dedica sin excepción a comprar tarjetas telefónicas para
hablar, en rotación rigurosa, con sus madres, otros
familiares y amigos de Senegal.
“Aquí la vida es más fácil”, corrobora Ngagny mientras
Ousman muestra el teléfono móvil que compró en Canarias
ahorrando los 30 euros que recibía en las islas como ‘paga’
semanal para cubrir también todas las necesidades que en
Ceuta ven satisfechas directamente en el centro
En el equipo técnico y directivo del área de Menores de la
Ciudad Autónoma también están “muy contentos” con ellos.
“Son muy maduros, tienen muy claro lo que quieren y no son
conflictivos; sólo quieren que pase el tiempo, trabajar,
salir adelante y ayudar a sus familias”, explican, con lo
que mantenerles ocupados e interesados aprendiendo el idioma
y cualquier otra capacitación profesional básica a este lado
del Estrecho, mientras pasan los nueve meses que
habitualmente les permiten acceder a los ‘papeles’ para
quedarse en España, es su tarea primordial.
Hasta la fecha cumplen con creces. Todos ellos están “muy
bien integrados” en el centro y fuera de él. Los tres
mayores están en programas de Garantía Social y acuden a
diario a clase y a una imprenta local a hacer prácticas. Aún
no ganan dinero para enviarles a sus familias a Senegal.
Pero la España europea, desde Ceuta, sólo con que se retire
el viento de Levante y aparezca el de Poniente, que despeja
el horizonte y deja el peñón de Gibraltar casi al alcance de
la mano, se ve mucho más cerca.
Hasta el último paso
“Aquí les ayudamos y les acompañamos hasta el último paso,
que es embarcar en el ferry que les lleva a la península
cuando los reclama algún familiar [Saba tiene a su padre en
Francia] o reciben la documentación necesaria para quedarse
en nuestro país legalmente”, explican en el centro.
Entonces, el personal del Mediterráneo llama a la Policía,
les entrega su billete y les dicen adiós.
Ousman y Ngagny son, por edad, los que más ansían dar ese
último paso. Llevan pensando en él desde que salieron de
Senegal. El segundo llegó a Canarias en la misma patera que
Modou, al que no conocía pese a vivir en el mismo pueblo,
cerca de Saint Louis, una de las ciudades más
‘desarrolladas’ del país.
Los dos mayores, que ya trabajaban a sus dieciséis años de
sol a sol en la pesca, el viaje les salió gratis porque
“sabíamos dónde había que embarcar, cómo y con quién”. Los
casi doscientos senegaleses que les acompañaron en un viaje
que dura entre 7 y 10 días, según la climatología, abonan
“unos 300.000” francos locales, aproximadamente 500 euros,
“mucho dinero”. Ousman compró para la travesía dos cartones
de tabaco, algo de comida y agua.
“En el barco sólo se come arroz y media copa de agua, cuando
se puede, al día”, explica Ngagny. “Nosotros”, le apunta
Ousman, “sabíamos lo que es el mar porque llevábamos tres
años trabajando en el pescado. Saba y Modou, que no lo
sabían, se pasaron dos días vomitando. No es, con todo, lo
peor. Ousman trata de explicar, en un relato confuso donde
se mezcla el miedo a lo desconocido con tintes de
religiosidad tribal, que en “el barco”, porque en Senegal no
saben lo que es una “patera”, hay “demonios que quieren
hundirlo” a los que hay que “maniatar”.
“Un viaje de hombres”
Tal vez por ello, ninguno piensa, al menos ahora, que
repetiría el viaje. De hecho, ni siquiera se lo recomiendan
a sus amigos cuando les llaman por teléfono [“no queremos
que les ocurra lo mismo que a nosotros; este viaje es cosa
de hombres, muy difícil”, dicen muy serios], aunque a ellos
sí se lo aconsejaron el verano pasado, pocos meses después
de que comenzara a llegar la marea inmigrante a Canarias,
cuando desde los alrededores de Saint Louis salían “dos o
tres barcos a la semana”.
“Los mayores se fueron primero; después llamaban y nos
decían ‘No hay problema’”, recuerda Ousman, que el agosto
pasado [llegó a Canarias el día 11 de ese mes] compaginaba
su trabajo en el sector pesquero con la recogida de piedras
para la construcción con el fin de que, huérfano de padre,
su familia pudiese salir adelante.
A su madre no le hizo ninguna gracia su plan de viaje pero
Ousman, como Ngagny, al que le han llamado mucho la atención
las artes pesqueras de Ceuta, con caña, nada que ver con el
largo sedal al que ataba un anzuelo cada dos palmos para
esperar toda la noche antes de ver si había picado algo, lo
tenía muy claro: Canarias y después la península, ideal si
es Barcelona, era el camino más fácil para “cambiar de
vida”.
Puestos a hablar de cambiar de vida, Ousman es una voz
autorizada. Salió de Senegal contra los consejos de su madre
con dos cartones de tabaco en el macuto que repartió con
todo el pasaje y, nada más llegar a Canarias, dejó el
hábito. “Cuando llegué a España me puse a pensar y me di
cuenta de que tenía que cambiar”, recuerda antes de soltar
su declaración de intenciones: “Yo no voy a tener nunca
problemas en España; cualquier trabajo lo quiero hacer menos
robar o vender drogas y voy a intentar ganar dinero para
ayudar a mi familia y regresar a mi país, pero no a
gastarlo, sino a hacer algo bueno por él, a hacer muchas
cosas para que los demás también puedan trabajar”.
A Modou, típicas rastas africanas, extremadamente tímido,
también le gustaría volver a su país cuando haga cierta
fortuna “en Francia”. Ngagny se inclina, cuando le dan a
elegir, por Murcia. A Saba, el más pequeño, que estudiaba
árabe antes de subirse al barco, le sigue fascinando
Barcelona.
A él le quedan, salvo que su padre o algún otro familiar lo
reclame antes, seis años en los centros de acogida para MENA
de Ceuta, al borde de su capacidad máxima operativa desde
hace años y sin perspectiva de grandes mejoras. Ngagny y
Ousman cruzarán el Estrecho, a más tardar, en un año.
Entonces terminará de empezar a cambiar su vida de verdad,
esta vez si, por fin al otro lado del mar.
|