Del paisaje de mi niñez suelo yo
alimentarme no pocas veces. En tales ocasiones, abro la
puerta de la alacena de la memoria y allá que van desfilando
ante mí prohibiciones que me apetecían incumplir. Fronteras
que yo quería traspasar aunque en el empeño el miedo me
atenazara.
Había una línea que los niños de mi barrio, y de otros más,
cruzaban a escondidas de sus padres y que se había
convertido en una especie de testigo que los iniciados te
pasaban para probarte. Un reto que se debía afrontar si uno
quería ganar prestigio entre la chiquillería de su edad. De
lo contrario, y por más que luego te probaras en otras
situaciones tenidas como peligrosas, jamás podrías alardear
de algo tan importante como era el haber atravesado el río
Guadalete por su parte más difícil.
El Guadalete es un río único. Es el río de mi niñez y de mis
sueños. De los sueños de todos los niños nacidos en El
Puerto de Santa María. Un pueblo marinero con barcos que
iban y venían del moro ante la mirada atenta y la curiosidad
de chavales que se hacían mayores cuando conseguían nadar
desde la playa de la Puntilla a Valdelagrana. Toda una
aventura en aguas prestas a desembocar en el mar de la bahía
y ante la mirada atenta de la Virgen de los marineros. Pero
aquella considerada hazaña de una niñez de postguerra, en un
pueblo cuyas calles trazadas a cordel dan todas al río de la
vida portuense, tenía sus dificultades. Cuidarse del viento
de levante y evitar que la pareja de guardias civiles no
localizara la ropa oculta entre las escolleras.
Menuda gozada era esperar el paso del vaporcito por las
aguas fluviales para sentir su proa cercana mientras la
sirena de éste, manejada por Pepe El Gallego, timonel
y propietario del Adriano, avisaba ruidosamente del
peligro que había en divertirse alrededor de su embarcación.
Ese fue, sin duda, el mayor riesgo que yo acometí como niño
y la primera vez que preocupé a mis padres por
desobediencia. Aunque a mí me produjo estímulos suficientes
para recorrerme, a partir de entonces, todas las playas del
Puerto: La Puntilla, Valdelagrana, la Colorá, Vista Hermosa,
Fuenterrabía... Todas ellas, salvo la primera, desiertas y
esperando la llegada de quienes alentados por la belleza de
éstas decidieran enseñarlas al mundo del turismo.
Poco tiempo después se me presentó la oportunidad de
atravesar otra frontera: la frontera de salir de mi barrio
para convivir con otros niños que no conocía. Los que iban a
un colegio regentado por jesuitas y con profesores cuya
memoria siempre me acompaña: Cea, Almozar,
Ballestero... Se trataba del Colegio de la Pescadería.
Que así era conocido popularmente. Se decía de este colegio
que allí sólo estudiaban niños ricos mezclados con los de
una clase media que iba emergiendo. Por lo cual, siendo yo
de clase humilde, hube de vencer el consiguiente
retraimiento que el hecho me proporcionaba.
Recién salido de la prueba de ingreso al bachillerato, allí
coincidí con alumnos como Moresco, Gutiérrez,
Neto, Ramírez, Cepero, Gago...
Quienes solíamos mirarnos en el espejo de los que ya estaban
en segundo curso. Picolo Osborne, José
A. Osborne, Fernando Pasaje, Alfredo
Botello... Nombres que a Fernando Gago García,
alcalde de mi pueblo, su pueblo, le pondrán en condiciones
también de echar la vista hacia atrás sin miedo a quedarse
cual la mujer de Lot.
Sirva esta columna, pues, de bienvenida a un alcalde que fue
niño de educación esmerada, y parte de una familia en la que
sus hermanos, Manolo y Benito, consiguieron
alegrar la vida de unos padres cuyos sacrificios se vieron
recompensados. Es mi saludo a un paisano que viene con la
sal de su tierra a esparcirla en tierra donde confluyen dos
mares.
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