Un depravado me escribe un e mail
acusándome de no ser española y recordándome mi lugar de
nacimiento que es el Rif profundo. Vale. Nunca he ido por la
vida de “cristiana vieja, sin mezcla de sangre mora, gitana
ni judía”. Y porque soy batiburrillo genético y, de haber
nacido cuando el cabroncete Hitler ponía los hornos a tope,
firme candidata a convertirme en jabón, me llega y siento
los problemas de cada una de mis raíces culturales, aunque
yo he optado por hacerme la importante y rebañar en mi
manchega familia materna, mezcla de los visigodos y de los
judíos conversos que se asentaron en la aridez de Quintanar
de la Orden.
Como hija de la emigración he regresado con ansias de
españolidad y de una integración cultural que es, como
señala el término, antes que nada, cultura, codos, esfuerzo,
estudio, investigación y aprendizaje. Asumir como propios
los valores, los principios y hasta los atavismos, del país
de acogida y mimetizarme con el paisaje, en plan
camaleónico, a la americana. Porque es digno de observar el
espectáculo impresionante de la jura de la bandera de la
barra y las estrellas por parte de los inmigrantes que
tienen el privilegio de obtener, por arduos merecimientos,
la nacionalidad. Desde ese momento se convierten en
estadounidenses y, si el tipo es un polaco que se llama
Domansky, como se quiere integrar y ser americano a tope,
comienza cambiando su apellido por Dean y el chino Fu Man
Chu pasa a llamarse Philips Man Cheers, sin falsas
nostalgias de patrias lejanas, sino, con la certeza, de que,
de aquellas lejanas patrias hubieron de salir, porque eran
una puta mierda y se morían de miseria. Los inmigrantes
nacionalizados americanos sufren una auténtica
transformación espiritual y cantan el himno nacional con la
mano sobre el pecho y llorando a lagrima viva de pura
emoción. Allí, en el gazpachuelo cultural americano, no hay
multiculturalismo, sino una cultura única: la americana y
luego, cada cual, de puertas para adentro, puede conservar
sus atavismos y comer rollitos de primavera o gulash
húngaro, pero sin la necia pretensión de que, América, se
convierta en Pekín ni se hungarice por cojones. Y si se lo
plantearan, nadie les arriendaría las ganancias, porque la
sociedad americana es, antes que nada y sobre todo,
pragmática y no admite invasiones de quintacolumnistas
llegados a medrar, a aborrecer al país receptor y a joder a
los autóctonos. La inmigración, o es camaleónica o fracasa y
eso no lo opino yo, sino Giovanni Sartori que es el más
importante politólogo de Europa y encima Premio Príncipe de
Asturias. ¿Qué por que reino sobre la integración? Porque no
sale gratis, ni para los extranjeros ni para los nietos de
la emigración que retornamos a un lugar extraño, donde, en
el caso de mi padre, rifeño como yo, nadie le esperaba. En
el Protectorado de Marruecos, mi abuelico, jamás escribió
una carta ni recibió ninguna, aunque, como nunca supo ni
leer ni escribir tampoco las echó en falta, ni sufrió
carencias afectivas por la falta de noticias, por otra
parte, también sus familiares que siguieron pasando miserias
en Almería eran analfabetos y los lazos se rompieron. ¿Qué
si el tío José se integró en el Rif? Sí. Eso era lo que
había y en aquel lugar nadie hacía odas al
multiculturalismo, tal vez porque eran amargamente
conscientes de que, los emigrantes que llegaban al olor de
la inmensa estafa que fue, la oferta de una finca que luego
resultaba ser una hectárea de erial, no traían cultura sino
incultura, piojos y hambre. Mil veces he oído relatar como,
el tío José murió echando los pulmones por la boca y lo hizo
porque, dentro de sus limitaciones, era un hombre práctico:
Si compraba la penicilina de estraperlo no había dinero para
alimentar a las bestias y si las bestias morían, la familia
entera se moría de hambre. Prefirió por lo tanto morirse en
solitario y que los guarros y las cabras fueran alimentados.
¿Qué les cuente historias de la emigración española en los
años veinte? Otro día.
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