Apuesto cualquier cosa a que han
visto en los diferentes telediarios la noticia de la
desaparición del niño de siete años que estaba jugando junto
a su casa. Sí, ese mismo, el gafoncillo y orejudillo pequeño
de Canarias. Panorámica del pueblo polvoriento y desolado,
los equipos de búsqueda con los inteligentes guías caninos
(¡que no daría servidora por poseer un guía canino
jubilado!) la Benemérita en jeep, los hombres a caballo y la
tragedia que se masca, sólida, llena de malas sospechas y
peores incertidumbres. Nunca España es tan negra ni tan de
Buñuel, de tambores de Calanda, de las Hurdes que recorriera
horrorizado Alfonso XIII y de la leprosería de Alicante,
como cuando desaparece un niño, se evapora en el aire, se
pierde en la angustia de los padres. Y más en la de esa
madre destrozada que, por estar amamantando, no puede echar
mano ni al remedio del Valium, que atonta el cerebro y apaga
el espíritu. Porque, para afrontar y soportar el horror hay
que echar mano de la química, para eso estamos en el siglo
XXI y el sufrimiento a pelo es algo brutal e innecesario.
Mejor apagar la luz del alma atontándola con remedios de
botica que ayuden a aguantar. Rumores y sospechas…
Buscan al orejudillo por los tajos y los barrancos, por los
pozos y los quebrados, por puertos y aeropuertos. Final
compasivo si ha cerrado los ojos en lo hondo de un cortado,
tras una caída, un impacto y el fin. Pero ¿Y si…? Y son los
“¿Y si…?” los que hacen temblar , cualquier cosa antes que
caer en manos de un pedófilo (Dios los confunda) de esos a
quienes no se desea la muerte, sino que entren al talego,
porque eso es mucho peor. La justicia carcelaria es muy de
hombres, muy dura y muy salomónica. Son códigos no escritos,
transmitidos por tradición oral. Antes los grandes
proscritos de las cárceles eran los pedófilos, los asesinos
de niños y los violadores, ahora han ampliado el espectro de
alimañas susceptibles de recibir severísimos correctivos,
con los terroristas. Por eso suelen separar a la mierda del
resto de presos honrados, para protegerla y que no les
apliquen la capital taleguera de pincho en el patio, en
medio de un corrillo que se desvanece y queda el pincho
hecho con el mango de una cuchara o con muelles de un
colchón, en plan artesanal, el ajusticiado y un chapotear de
sangre en los zapatos de los funcionarios.
Cosas de hombres, que los hombres encerrados son como son y
tienen su moral y sus costumbres. ¿Qué eso es también la
España negra? Sí. Negra y algo lorquiana, de Casa de
Bernarda Alba, del Alcázar de Toledo “Sin novedad en el
Alcázar”, de vaqueiros y maragatos, razas y estirpes
vernáculas y malditas para unos, mágicas para otros. Mi
abuelico, el tío José, dicen que contaba y no paraba de los
sacamantecas, también llamados “mantequeros” que
secuestraban a los niños para quitarles las mantecas y la
sangre y curar con ella a los tísicos y a otros enfermos a
quienes galenos y curanderos aconsejaban beber o
embadurnarse con plasma o grasa infantil para sanar. A los
gitanillos les secuestraban más que a los payos, porque no
estaban contados, pero muchos niños desaparecieron en
aquellos años perros y negros y niños siguen desapareciendo
en estos exquisitos años de la España “del bienestar” para
pocos y de la jodienda para muchos. El horror es horror y se
escribe en sangre y en mantecas de los “mantequeros” y en
orejudillos canarios de siete años que aparecen retratados
sonriendo y con gafas. ¿Dónde estarán ahora, en este
momento, las gafas del niño? Nos queda rezar por él y por
sus padres y pedirle a Dios que nunca, jamás, nos mande,
todo aquello que somos capaces de soportar.
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