Ocho de marzo, fecha en la que se
conmemora el Día Internacional de la Mujer. Una jornada en
la que los comunicados, los manifiestos y los
pronunciamientos a favor de políticas tendentes a alcanzar
la igualdad entre los sexos se multiplican por doquier.
Deseos para unos, esperanzas para otros pero, acabada la
jornada de ‘celebración’, el discurrir posterior de los
días, de los meses, las instituciones, las administraciones,
los legisladores no ponen definitivamente el empeño
necesario para equilibrar la balanza de un modo absoluto
para que la mujer logre la equiparación total en el mercado
laboral y en cualquier otro sector de la sociedad.
Romper ataduras del pasado respecto de las posibilidades de
la mujer de hoy en día es un deber y obligación de las
administraciones que, coadyuvando con campañas de
concienciación social que lleguen hasta las zonas más
profundas de nuestra actual España, logren el beneficio
deseado.
Y que se logre la equiparación total. Una igualdad donde el
sexo no influya para ninguna decisión que ni administracion,
ni legislación, ni jueces, puedan adoptar.
Es un hecho que la preparación de la mujer es más elevada,
si cabe, a la del hombre actual. Las futuras generaciones
estarán comandadas por las féminas; es una realidad que la
mayoría de los estudiantes en fase universitaria lo conforma
el sexo femenino con lo que es obvio augurar este extremo.
Pero los extremos no son ni agradables, ni edificantes en la
construcción de la nueva sociedad española en la que
proyectamos nuestro futuro. Ni es aceptable el machismo
abyecto, intransigente y antediluviano, ni es agradable el
feminismo radical. Ambos casos van cogidos de la mano de lo
irracional y de lo desagradable.
Es, sin embargo, mucho más beneficiosa la coherencia,
ajustarse a los tiempos, la responsabilidad... y marcar así
la pauta de la convivencia sana basada en el respeto y en la
igualdad de oportunidades en todo el amplísimo espectro en
el que se basa o regula nuestra sociedad.
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