Uno, cuando apenas había echado
los dientes, ya tenía visto a los mejores jugadores de
fútbol de una España donde había sacristanes que servían
para todo. Arza, Wilkes, Kubala,
Puchades, Basora, Ramallets, Di
Stéfano... Tampoco me privaron de ver la majestad de
Manolete, la hombría y el enorme oficio de Carlos
Arruza, el magisterio de Domingo Ortega, la
gracia y el conocimiento de la lidia de Antonio
Bienvenida, y hasta la reaparación de Chicuelo;
el viejo, claro es. Crecí viendo espectáculos y llegué a los
cuarenta años sin perderme los más importantes de cada
momento. Aquellos que más me interesaban. Cierto que me
costaba mi dinero, pero jamás tuve ningún deseo de ahorrar.
Por lo que pude admirar a Luis Segura, a Paula,
a Limeño, a Galloso, a Manzanares, etc.
Tuve la suerte, entre festejo y festejo taurino, de ver
bailar a Anzonini; el mejor interprete del baile por
detalles. Me he reído hasta agotarme con la gracia de Beni
de Cai. Fuera de concurso. Un privilegio del cual pocas
personas pueden presumir.
Frecuenté tertulias donde a pocos les daban sitio. Aún
recuerdo la mantenida por El Gordo Valderas, en la calle
Barquillo; o la que vivía del saber y la esplendidez de
Luis Elices. Al que acudían hombres que deseban ser algo
en el fútbol: ¿verdad, Mariano Moreno?
Tuve la oportunidad de poder pagarme mis copas en Chicote,
de asistir a los mejores estrenos de la Gran Vía, e incluso
de poner en su sitio a Pedro Escartín. Allá en su
domicilio de la calle Hermosilla. En concreto: tuve a bien
enfrentarme con quienes mandaban en el mundo del fútbol.
Quién mejor que Eusebio Martín, cargo perpetuo en el
colegio de entrenadores, tan educado y tan poco dado a
levantar la voz, para dar fe de que yo no me callaba ni
muerto ante las injusticias. Porque jamás acepté la ruindad
que se tramaba en los despachos. Los amiguismos. Y, sobre
todo, me siguen dando náuseas quienes llevan casi treinta
años al frente de una federación y continúan aferrados al
poder bajo la eterna excusa de que lo hacen por servir a los
demás. Y encima presumen de carecer de sueldo. Lo cual sí es
motivo, y grande, para que la prensa hurgue en esa
situación. Ya está bien de mentiras. De fariseísmos, De
querer ser lo que no se es y encima darnos lecciones diarias
de cómo hemos de comportarnos.
A mí, a estas alturas de la vida, lo que menos necesito es
que venga nadie, con vocación de sacristán de postguerra, a
darme lecciones de nada. Cuando yo necesite cuidar de mi
alma, a buen seguro que elegiré a alguien preparado al
efecto. Y nunca a quien viva obsesionado con meter en
cintura a una señora cuya misión es hacer la colecta durante
la Misa. O delatar, donde no procede, comportamieentos de
religiosos que no comulgan con un beaterío trasnochado.
También, por si acaso no lo entiende todavía este adefesio
de sacristía, me importa un carajo desnudarme por escrito
con relación a lo que ha sido mi vida. Contarla con pelos y
señales. Pues en ella sólo hay vivencias familiares de las
cuales me siento orgulloso. Y errores humanos que jamás
causaron daños irreparables. Entre mis allegados, ninguno
fue profesional de la delación. Y crecí convencido de que
hacer mal las cuentas con dinero público, deslegitima
cualquier presencia en los medios para opinar sobre lo
divino y lo humano. Y, por si fuera poco, con un
desconocimiento supino de las reglas gramaticales.
Así, lo mejor es que usted, sacristán de postguerra,
permanezca calladito y rece para que no se haga realidad esa
auditoría que urge. Necesaria a todas luces, aunque sea para
demostrar que estamos equivocados quienes maliciamos una
mala contabilidad en su gestión. Y, naturalmente, para que
su dios no sufra por quien hace las cuentas del Gran
Capitán.
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