Quienes hayan leído con cierta
minuciosidad, repetidas veces y por versiones distintas,
nuestro final del siglo XIX y comienzos del XX, saben que
nuestra guerra incivil se venía gestando sin solución de
continuidad. Conviene recordar, sin embargo, que la Europa
de entonces, temerosa de ser bolchevizada, se empezó a
proteger con dictaduras y gobiernos facistas, de ahí que la
Segunda República española, y la renuncia de Alfonso XIII,
fueran acogidas con enormes recelos en todas las embajadas.
Puede decirse que el nuevo régimen despertó todas las
ilusiones que suelen despertar los nacimientos deseados;
pero posiblemente su alumbramiento fue tan precipitado como
hijo de una época en la cual no iba a encontrar facilidades.
De todos modos, cuando uno se adentra en el estudio de los
años treinta, y lo hace con la objetividad que produce no
haber sido testigo de ese tiempo, se estremece al comprobar
cómo los ciudadanos vivían la política con belicismo. Con
ardor guerrero. Dispuestos a llegar a las manos por
cualquier nimiedad contraria a sus ideas.
Los enfrentamientos se producían a cada paso, las algaradas
se sucedían por doquier. Las huelgas, para derruir al
Estado, estaban a la orden del día. Se quemaban conventos,
se violaban iglesias, se atacaban sedes...; mientras el
Gobierno sacaba decretos de prisa y corriendo para demostrar
que el antiguo régimen había pasado a mejor vida. Metido el
primer Gobierno republicano en ese infierno, donde cada día
se esperaba lo peor, los catalanes ponían la nota de la
impaciencia en relación con el Estatuto. Impaciencia que les
llevó a proclamar el nacimiento de una república catalana
que veían inserta en una estructura federal del Estado.
Fue algo que hicieron Francesc Macià, un hombre
estrafalario, y Lluis Companys, ambos dirigentes de
Esquerra Republicana, cuando Miguel Maura estaba
todavía recibiendo vitores en la Puerta del Sol, por haber
cambiado la seda monárquica por el percal republicano.
En rigor, lo que quiero decir, así por encima, es que
España, desde abril de 1931 a 1939, fue un volcán en
erupción, manando lava que arrasaba cuanto hallaba a su
paso. Años que darían paso a otros cuarenta tan historiados
por su grisura y sus miserias, mayormente durante los tres
primeros lustros dictatoriales. Pues bien, parece que no
hemos escarmentado. Y aunque los tiempos son tan distintos,
uno, cambiando lo mucho que deba cambiarse, observa cómo
cada vez más los ciudadanos se están pareciendo a quienes
vivieron aquella época tumultuosa y que terminó convertida
en un baño de sangre.
Si pongo la radio, oigo opiniones flamígeras. Lenguas, cual
lanzallamas, dispuestas a entrar en combate. Tipos pidiendo
condena por alta traición e incitando a que el pueblo se
lance a la calle. Y es porque un asesino, un canalla nacido
en el País Vasco, ha conseguido que el gobierno yerre. Que
meta la pata hasta el corvejón. Si me da por sentarme ante
el televisor, descubro que hay fulanos largando sin descanso
en programas preparados al efecto. Sin pararse a pensar que
sus consignas, o tal vez sí, puedan generar enfrentamientos
cuyas consecuencias sean funestas.
Muchos de esos individuos están aprovechando la inexplicable
e impopular decisión del Gobierno de ZP como ajuste
de cuentas por haber perdido su puestos en algunos medios,
cuando los socialistas ganaron las elecciones. Han advertido
el potencial que tiene el hecho de liberar al asesino etarra,
y lo están usando con regocijo ante las cámaras. Se relamen
de gusto por que se haya producido semejante disparate. Les
importa España, y su convivencia, lo mismo que en su día les
importaba a Macià y Companys.
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