Los sevillanos se precian de tener
argumentos suficientes para hacer de la dicotomía un modo de
vida que les permita estar en permanente discusión en
defensa de lo que cada cada cual considera que es mejor. En
Sevilla nunca han cabido las medias tintas en cuanto a ser
de algo. Se era de Belmonte, hasta la médula, o bien
de José. Y además de defender a ultranza los méritos del
artista admirado, convenía también mostrarse cicatero con
las reconocidas cualidades del rival. Negarle cuantas más
veces mejor sus indiscutibles méritos. Con el fin no sólo de
resaltar los del torero preferido sino con la idea
premeditada de buscarle las cosquillas al defensor de la
otra causa.
Aquellas divisiones taurinas, llenaban las tertulias de
disputas que a veces terminaban como el rosario de la
aurora. Grescas que se trasladaban a la plaza y en los
tendidos, ante el menor desencuentro, los aficionados se
liaban a mamporros. Semejantes divisiones se daban también,
y aún son realidades, en relación con las imágenes. Esas
Vírgenes y Cristos cuyos partidarios defienden como más
milagreros y se disputan el derecho de adjudicarles méritos
estéticos superiores a los de los contrarios.
En Sevilla, y perdonen la insistencia, no se concibe la vida
si no es sumándose a una causa contra la que defienden otros
ciudadanos. Es una válvula de escape. Necesidad diaria de
darle salida a los malos humores; desahogo o compensación de
frustraciones; motivos que ni pintiparados para provocar al
oponente y ponerlo al borde del disparate. No hay más que
observar de qué manera se expresan los rivales, para
entender, por el tono de sus expresiones, si están
aprovechando sus símbolos con ánimos de ridiculizar a sus
oponentes. De hacerles comprender que están equivocados en
todo.
Cierto es que ese juego tiene toda la apariencia de estar
revestido de guasa; de maneras zumbonas; y que hasta en las
mejores familias se disfruta haciendo alardes de pertenecer
al Betis o al Sevilla, con bromas que nunca se perdonarían
si no fuera porque la militancia en ambos equipos permite
incluso la chanza con intenciones perversas.
En un ambiente así, tan fanatizado, que los directivos de
ambos equipos se dediquen a calentar a los hinchas, días
antes de jugarse un partido, debería ser castigado con la
mayor dureza posible. Ruiz de Lopera y Del Nido,
aunque hayan sido capaces de hacer fortuna económica, no
dejan de ser unos catetos peligrosos. Unos tipos que
aprovechan el fútbol para dividir aún más una ciudad cuyos
habitantes usan ese hecho como arma arrojadiza. Y, sobre
todo, para que muchos den rienda suelta a la agresividad.
Confieso que ni Betis ni Sevilla son equipos que a mí me
estimulen lo más mínimo, en sus enfrentamientos, como para
irme de prisa y corriendo a la taquilla de Canal Plus. Pero
el miércoles, y en vista de cuanto había acontecido, durante
muchos días, decidí ver este partido. Confiado en que los
andaluces, de Sevilla, iban a dar un curso de ejemplaridad
como respuesta a las acusaciones mantenidas entre los
consejeros de ambas Administraciones. Que si quieres arroz,
Catalina.
Porque la tragedia se mascaba en el ambiente. Al presidente
del Sevilla lo habían sentado delante de un busto de Manuel
Ruiz de Lopera. Un busto ridículo; una horterada en toda
regla. Un desafío. En la otra acera, es decir, en la del
Sánchez Pizjuán, unos vándalos quemaban contenedores en
señal de protesta por no habérseles permitido el acceso al
estadio verdiblanco. De pronto, tras marcar Kanouté,
Juande Ramos cae fulminado por golpearle un objeto.
La dicotomía de Sevilla está en su apogeo. Del Nido se hace
el doliente. Y “donmanué” reza ante su Cristo.
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