La persona X –suelen decir las
crónicas con relativa frecuencia- murió dulcemente en su
casa de…, después de haber tomado –suministrado y ayudado
casi siempre por terceras personas- algo que le provocó la
muerte… A renglón seguido, casi siempre, se añade la misma
coletilla: eligió libremente hacerlo y eligió morir de esta
manera, ofreciendo su testimonio como una contribución
póstuma al debate sobre la conveniencia de regular la
eutanasia en España en determinados supuestos. Esta es la
pura y dura realidad controvertida con la que nos
enfrentamos.
Tal y como está la situación habría que hacer un homenaje a
la vida, que no es sólo placer y bienestar, también
sufrimiento y consuelo. Pero, para esto último también hay
alivio, el de la familia unida o esa medicina avanzada para
mitigar dolores, como son los cuidados paliativos, que es lo
que verdaderamente debiéramos potenciar, asegurando al
paciente un acompañamiento humano adecuado. Que nadie, en
definitiva, se sintiese sólo en el sufrimiento, igual que un
muerto en vida. Yo prefiero salvadores de vidas, que aviven
esperanzas, antes que embaucadores de muertes que nos
entierren los sueños. Por desgracia, existe una mentalidad
endemoniada, sobre todo en los países desarrollados,
dispuesta a extender su voz: todo lo que no es productivo no
merece vivir. Una envenenada manzana que pudre los pétalos
de la existencia. Un contexto diabólico cada vez más fuerte,
y por ende, la tentación de dejarse llevar por esta
corriente inhumana y absurda aumenta. Las personas débiles y
solas, que no se valen por sí mismas, los ancianos
abandonados, son el cebo perfecto en una sociedad
interesada, egoísta, cotilla hasta la médula, a los que
considera algo demasiado gravoso e insoportable.
Estoy seguro, por cuestión simplemente natural y
trascendente, que nadie elige morir libremente. ¿Cuántas
veces el mundo exterior decide por nosotros? Nuestro corazón
por ley de vida está aferrado a ella. En consecuencia,
hacerse colaborador y ayudar al suicidio es una perversión
total, una insolidaridad manifiesta y una hipocresía sin
precedentes. De no frenar este tipo de actuaciones, en el
fondo productiva y especuladora, seguiremos avanzando hacia
la destrucción salvaje. La vida del más débil quedará en
manos del más fuerte. Eso no es autonomía ni sentido de
compasión. Convendría reflexionar sobre esto: ¿Vivimos como
humanos, en humanidad, o como animales, jugando a ser el rey
de la selva? Y en todo caso: ¿Por qué han de decidir por mi
lo que yo considero humano, acrecentar las ganas de vivir?
Con este tipo de hechos a favor de la muerte amarga, que no
dulce, porque no hay mayor amargura que morir engañado por
aves de rapiña, asistimos a una alarmante contradicción, una
especie de locura propiciada por poderes interesados a los
que se les llena la boca de derechos humanos que no pasan de
ahí, porque luego sus movimientos son todo lo contrario a lo
que dicen sus labios. Si así fuere, si actuásemos en derecho
con los derechos humanos, salvaríamos el concepto de
humanidad para toda la humanidad, protegeríamos lo moral,
respetaríamos toda vida y su dignidad de persona, fuese como
fuese o naciese donde naciese.
Bajo los muros de la patria nuestra, presentada al mundo
como una sociedad democrática avanzada, marcada por el
respeto de la persona y la práctica de la solidaridad
cristiana, no en vano los poderes públicos debieran tener
mucho más en cuenta las creencias religiosas de la sociedad,
en especial con la iglesia católica como así se dice y
reconoce en la constitución, rechazando cualquier invasión
cultural inspirada en un cinismo utilitarista o en la
primacía de la economía sobre el ser humano, por, simple y
llanamente, ser contrario a nuestros principios
constitucionales y a nuestra identidad histórica enraizada
en el cristianismo.
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