Hubo una época, de ya hace
bastantes años, que fui testigo de cómo los militantes de
los partidos políticos se pegaban al costillaje de los
barandas para ganarse su confianza y tener posibilidades de
ir en las listas electorales. Se daban situaciones en las
cuales uno sentía vergüenza ajena y procuraba hacerse el
lipendi. Y es que resultaba bochornoso ver, un día si y el
de en medio también, a hombres como trinquetes esperando la
llegada de quien podía convertir en realidad sus
aspiraciones. Que eran las de ser concejal del Ayuntamiento
a cualquier precio.
Los había que alegaban sus muchos años ejerciendo de
pegadores de carteles, amén de otros trabajos de
intendencia, para gritar que ya les había llegado la hora de
que se les pagaran sus desvelos en favor de la causa. Y no
se cortaban ni un pelo en airear semejante bagaje para
postularse como favoritos cual aspirantes a obtener un cargo
público.
Aquellas personas, cuando España comenzaba a vivir su
democracia, estaban sometidas a la tiranía de quienes
manejaban las riendas de los partidos. Y daban la impresión,
casi siempre, de ser felices convertidos en verdaderos
machacantes de quienes podían otorgar sinecuras y cargos
milagrosos.
Podría contar anécdotas, muchas, que más que risas me
causaban tristeza. Un cierto deje de amargura al comprobar
de qué manera alguien podía caer tan bajo ante quien, en
cuanto le era posible, se burlaba de tales sumisiones y
hacía las gracietas oportunas al caso. Una manera malévola
de hacerse notar ante otros que no dudaban en seguirle la
corriente con el mismo propósito de los entonces ofendidos.
Algunos conseguían el objetivo. Aunque lo pagaban a un
precio muy alto. Otros se quedaban en el camino. Mientras
los dirigentes gozaban plenamente de saber que contaban con
aquella servidumbre dispuesta a todo.
Es verdad que los años ochenta quedan ya muy lejos y que las
circunstancias concurrentes son otras. Mas no creo que
muchos militantes hayan perdido la costumbre de convertirse
en lameculos de quienes están facultados para hacer posible
que se cumplan sus deseos: ser diputado de la Asamblea, o
bien ser nombrados para cargo de poco trabajo y disfrute de
una nómina de aupa.
Así, imagino que los dirigentes de los partidos estarán ya
siendo sometidos a un marcaje implacable por parte de
cuantos se han propuesto participar como candidatos en las
elecciones. Lo cual debe de cansar tanto como eso de firmar
autógrafos todos los días.
Y es entonces cuando pienso en Pedro Gordillo,
Antonia María Palomo, Juan Vivas, etc, y me compadezco
de ellos. Porque hay que echarle muchas ganas y paciencia a
raudales, para poder aguantar todos los días a quienes están
emperrados en que se les conceda la oportunidad de su vida.
De Pedro Gordillo me consta que está hasta los dídimos de un
fulano cuyo andar de lado lo hace peligroso. Y es así porque
cada dos por tres se le mete en su despacho para
recomendarle nombres que han de formar parte de las listas.
Y, de paso, faltaría más, hacerse su artículo a fin de que
se le premie también a él.
PG, para recuperar su humor, cualquier día nos sale
diciendo, con ánimo de que el fulano que le da la tabarra lo
deje tranquilo, que cuando habla con un político lo que
quiere es encontrarse con un político y no con un meapilas
empeñado en explicarle cómo debe dirigir el partido.
Juan Vivas, en cambio, sabe desde hace ya mucho tiempo que
el tonto, con vocación de sacristán, no es bueno ni
agradecido. Antonia María Palomo puede decir a boca llena
que no comulga con el sujeto.
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