Recuerdo que muchos años atrás
casi nadie en esta ciudad se atrevía a personalizar en sus
artículos. Y además era impensable nominar a alguien con su
correspondiente negrita, si acaso no era para manejar el
botafumeiro. Sólo existían las grescas entre políticos, por
medio de las clásicas declaraciones, y luego se iban al
hotel La Muralla para meterse unos lingotazos y terminaban
poniéndose tiernos.
Había colaboradores de periódicos que advertían de los
problemas que uno se podía buscar si hacía una columna dando
pelos y señales de lo que pensaba sobre cualquier político o
persona destacada de esta ciudad. Eran quienes vivían la mar
de bien pontificando sobre cuestiones intrascendentes y
creían que los medios estaban dispuestos para darnos
raciones de moralina. Ni que decir tiene que yo tuve la mala
suerte de sufrir las prédicas de algunos y hube de soportar
la hipocresía peligrosa de todos ellos. En aquellos tiempos,
opinar por derecho era más peligroso que correr delante de
los toros en los sanfermines; había que tragarse el
miedo. Y hacer de tripas corazón para sacar a relucir un
valor seco y poder afrontar los derrotes de quienes mandaban
en los despachos y trataban de impedir por todos los medios
cualquier crítica a su gestión.
Cómo olvidar las persecuciones que recibiamos en El
Periódico de Ceuta por parte del equipo de gobierno. A
cuyo frente estaba un alcalde atrabiliario y tronante y que
todo lo resolvía por las bravas. Hasta el punto de que,
junto a otro cacique de la ciudad, no paró hasta que
consiguió cerrar el medio. Estoy hablando de hechos que viví
en primera línea de combate. Con el agravante de haber sido
el único que salió malparado, en todos los aspectos, de
aquel mal trance.
Luego, tras permanecer más de diez años en otro medio, debo
decir que las censuras también fueron varias y dolorosas. La
primera que se me viene a la memoria fue cuando gobernando
Fortes se me dijo que sólo se me publicarían mis
opiniones futbolísticas. Y, como siempre, luché a brazo
partido para oponerme a ello. Perdí dinero y conservé el
empleo porque era rentable.
Más tarde, con la llegada del GIL, toda la redacción se puso
de parte de un grupo cuya victoria absoluta estaba más que
cantada. Porque al editor, todo hay que decirlo, le entró el
canguelo y fue corriendo a ponerse a las órdenes de
Antonio Sampietro. Y otra vez me tocó apechugar con la
más fea.
Antes, durante y después de todo lo concerniente al GIL viví
momentos dramáticos pero jamás doblé la cerviz. Mientras
directores, redactores jefes y gente voluble, recibían
sinecuras y cargos milagrosos. Quién es capaz de olvidar al
muchacho que, convertido en un censor implacable, decidía lo
que se podía escribir. Y diariamente, además, le enviaba a
la directora del medio lo que debía publicarse con urgencia
y en sitio destacado. Una vergüenza en todos los sentidos.
Sin embargo, y cuando el PP volvió a hacerse con las riendas
del Ayuntamiento, uno volvió a encontrarse nuevamente con la
censura. Una censura muy extraña. La explico. Yo podía
criticar a Juan Vivas; incluso acerbamente. Pues
seguro que nadie iba a decirme lo más mínimo. Ahora bien, si
acaso mostraba la menor disconformidad con las actuaciones
de Pedro Gordillo, la directora llamaba, de prisa y
corriendo, al editor y se me indicaba que esa columna no
vería la luz. Para qué contar los numeritos vividos en dicho
periódico.
Resumiendo: ahora, miren ustedes, me sale de la entrepierna
decir que el mejor presidente que podemos tener es Juan
Vivas. Y a ver quién me va a dar lecciones de imparcialidad.
O bien decirme que no mantengo un adarme de independencia.
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